Tus manos fuertes, grandes, que me daban
la vida en sus caricias, y la muerte;
mis manos, que quisieron retenerte;
tus manos, que mi pecho desgarraban.
Tus manos, que en la sangre se pintaban
del corazón que palpitó por verte;
mis manos, sacudidas de su inerte
vacío si a las tuyas se enlazaban.
El milagro ocurrió. No fueron vanos
a los ojos de Dios mis hondos ruegos
ni mis suspiros sordos y lejanos.
Y volvieron a ver mis ojos ciegos
tintas en sangre tus soñadas manos
(pero sangre de reses -y borregos).
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