domingo, 17 de abril de 2011

El Escribidor

-Tengo una pena de amor, amigo Camacho -le confesé a boca de jarro, sorprendiéndome de mí mismo por la fórmula radioteatral; pero sentí que, hablándole así, me distanciaba de mi propia historia y al mismo tiempo conseguía desahogarme -. La mujer que quiero me engaña con otro hombre.

Me escrutó profundamente, con sus ojitos saltones más fríos y deshumorados que nunca. Su traje negro había sido lavado, planchado y usado tanto que era brillante como una hoja de cebolla.

-El duelo, en estos países aplebeyados, se paga con cárcel -sentenció, muy grave, haciendo unos movimientos convulsivos con las manos -. En cuanto al suicidio, ya nadie aprecia el gesto. Uno se mata y en vez de remordimientos, escalofríos, admiración, provoca burlas. Lo mejor son las recetas prácticas, mi amigo.

Me alegré de haberle hecho confidencias. Sabía que, como para Pedro Camacho no existía nadie fuera de él mismo, mi problema ya ni lo recordaba, había sido un mero dispositivo para poner en acción su sistema teorizante. Oírlo me consolaría más (y con menos consecuencias) que una borrachera. Pedro Camacho, luego de un amago de sonrisa, me pormenorizaba su receta:

-Una carta dura, hiriente, lapidaria a la adúltera -me decía, adjetivando con seguridad-, una carta que la haga sentirse una lagartija sin entrañas, una hiena inmunda. Probándole que uno no es tonto, que conoce su traición, una carta que rezuma desprecio, que le dé conciencia de adúltera. -Calló, meditó un instante y, cambiando ligeramente de tono, me dio la mayor prueba de amistad que podía esperarse de él:- Si quiere, yo se la escribo.

Le agradecí efusivamente, pero le dije que, conociendo sus horarios de galeote, jamás podría aceptar sobrecargarlo de trabajo con mis asuntos privados. (Después lamenté esos escrúpulos, que me privaron de un texto ológrafo del escribidor.)

-En cuanto al seductor -prosiguió inmediatamente Pedro Camacho, con un brillo malvado en los ojos -, lo mejor es el anónimo, con todas las calumnias necesarias. ¿Por qué habría de quedar se aletargada la víctima mientras le crecen cuernos? ¿Por qué permitiría que los adúlteros se solacen fornicando? Hay que estropearles el amor, golpearlos donde les duela, envenenarlos de dudas. Que brote la desconfianza, que comiencen a mirarse con malos ojos, a odiarse. ¿Acaso no es dulce la venganza?

Le insinué que, tal vez, valerse de anónimos no fuera cosa de caballeros, pero él me tranquilizó rápidamente: uno debía portarse con los caballeros como caballero y con los canallas como canalla. Ése era el "honor bien entendido": lo demás era ser idiota.

-Con la carta a ella y los anónimos a él quedan castigados los amantes -le dije-. Pero ¿y mi problema? ¿Quién me va a quitar el despecho, la frustración, la pena?

-Para todo eso no hay como la leche de magnesia -me repuso, dejándome sin ánimos siquiera de reírme-.

Ya sé, le parecerá un materialismo exagerado. Pero, hágame caso, tengo experiencia de la vida. La mayor parte de las veces, las llamadas penas de corazón, etcétera, son malas digestiones, frejoles tercos que no se deshacen, pescado pasado de tiempo, estreñimiento.

Un buen purgante fulmina la locura de amor.

Esta vez no había duda, era un humorista sutil, se burlaba de mí y de sus oyentes, no creía palabra de lo que decía, practicaba el aristocrático deporte de probarse a sí mismo que los humanos éramos unos irremisibles imbéciles.

-¿Ha tenido usted muchos amores, una vida sentimental muy rica? -le pregunté.

-Muy rica, sí -asintió, mirándome a los ojos por sobre la taza de menta y yerbaluisa que se había llevado a la boca-. Pero yo no he amado nunca a una mujer de carne y hueso.

Hizo una pausa efectista, como midiendo el tamaño de mi inocencia o estupidez.

-¿Cree usted que sería posible hacer lo que hago si las mujeres se tragaran mi energía? -me amonestó, con asco en la voz-. ¿Cree que se pueden producir hijos e historias al mismo tiempo? ¿Que uno puede inventar, imaginar, si se vive bajo la amenaza de la sífilis?

La mujer y el arte son excluyentes, mi amigo. En cada vagina está enterrado un artista. Reproducirse, ¿qué gracia tiene? ¿No lo hacen los perros, las arañas, los gatos? Hay que ser originales, mi amigo.


Fragmento tomado de "La tía Julia y el escribidor"

Mario Vargas Llosa

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