viernes, 29 de abril de 2011

Despedidas del jardín de los cerezos

 LOPAJIN: (...) Ya es hora de marcharse. Aquí estamos el uno frente al otro, dándolas de orgullosos y, mientras tanto, la vida sin preocuparse de nosotros... Por mi parte, cuando llevo mucho tiempo trabajando incansablemente, el pensamiento se me hace más ligero y se me figura que ya sé para qué existo . ¡Cuánta gente, sin embargo, hay, hermano, en Rusia que no sabe para qué existe!... Bueno, es igual... ¡Para remontar el curso de la vida no hay que saberlo! (...)

(...)

LIUBOV ANDREEVNA: Dentro de unos diez minutos debemos subir a los coches. (Recorriendo la estancia con la mirada). ¡Adiós casa querida!... ¡Vieja abuela!... ¡Pasará el invierno... llegará el verano...; pero tu ya no existirás!... ¡Te habrán derribado!... ¡Cuántos vieron estas paredes!... (A su hija besándola con efusión) ¡Tesoro mío! ¡Cómo resplandeces! ¡Los ojos te brillan igual que los diamantes!... ¿Estás contenta? ¿Mucho?
ANIA: Mucho... ¡Una nueva vida comienza ahora, mamá!...

(...)

LOPAJIN: ¿Están aquí todos? ¿No queda nadie por ahí? (Cerrando la puerta de la izquierda) Las cosas estánaquí reunidas. Hay que cerrar, ¡Vámonos!

ANIA: ¡Adiós, casa!... ¡Adiós, vieja vida!...

Trofimov: ¡Salve, vida nueva! (Sale con Ania. Varia, tras pasar lamirada por la estancia, abandona ésta con paso lento.
Iascha y Scharlotta salen también, tirando del perrito). 

LOPAJIN: ¡Hasta la primavera, entonces! ¡Salgan, señores! ¡Hasta la vista! (Sale, Liubov Andreevna y Gaev han quedado solos. Diríase que esperaban, temiendo a ser oídos de los demás, ese momento para arrojarse el uno en
brazos del otro y estallar en unos sollozos bajos y contenidos)

(...)

(Salen. El escenario queda vacío. Se oye cerrar con llave las puertas, partir los coches. Reina el silencio. de pronto, en medio de él, retumba un sonido solitario y triste; el del golpe de hacha).

Anton Chéjov, fragmentos de "El jardín de los cerezos".

domingo, 17 de abril de 2011

Final del juego. Julio Cortázar

Final del Juego
Con Leticia y Holanda íbamos a jugar a las vías del Central Argentino los días de calor, esperando que mamá y tía Ruth empezaran su siesta para escaparnos por la puerta blanca. Mamá y tía Ruth estaban siempre cansadas después de lavar la loza, sobre todo cuando Holanda y yo secábamos los platos porque entonces había discusiones, cucharitas por el suelo, frases que sólo nosotras entendíamos, y en general un ambiente en donde el olor a grasa, los maullidos de José y la oscuridad de la cocina acababan en una violentísima pelea y el consiguiente desparramo. Holanda se especializaba en armar esta clase de líos, por ejemplo dejando caer un vaso ya lavado en el tacho del agua sucia, o recordando como al pasar que en la casa de las de Loza había dos sirvientas para todo servicio. Yo usaba otros sistemas, prefería insinuarle a tía Ruth que se le iban a paspar las manos si seguía fregando cacerolas en vez de dedicarse a las copas o los platos, que era precisamente lo que le gustaba lavar a mamá , con lo cual las enfrentaba sordamente en una lucha de ventajeo por la cosa fácil. El recurso heroico, si los consejos y las largas recordaciones familiares empezaban a saturarnos, era volcar agua hirviendo en el lomo del gato. Es una gran mentira eso del gato escaldado, salvo que haya que tomar al pie de la letra la referencia al agua fría; porque de la caliente José no se alejaba nunca, y hasta parecía ofrecerse, pobre animalito, aunque le volcáramos media taza de agua a cien grados o poco menos, bastante menos probablemente porque nunca se le caía el pelo. La cosa es que ardía Troya, y en la confusión coronada por el espléndido si bemol de tía Ruth y la carrera de mamá en busca del bastón de los castigos, Holanda y yo nos perdíamos en la galería cubierta, hacia las piezas vacías del fondo donde Leticia nos esperaba leyendo a Ponson du Terrail, lectura inexplicable.
Por lo regular mamá nos perseguía un buen trecho, pero las ganas de rompernos la cabeza se le pasaban con gran rapidez y al final (habíamos trancado la puerta y le pedíamos perdón con emocionantes partes teatrales) se cansaba y se iba, repitiendo la misma frase: "Van a acabar en la calle, estas mal nacidas".
Donde acabábamos era en las vías del Central Argentino, cuando la casa quedaba en silencio y veíamos al gato tenderse bajo el limonero para hacer él también su siesta perfumada y zumbante de avispas. Abríamos despacio la puerta blanca, y al cerrarla otra vez era como un viento, una libertad que nos tomaba de las manos, de todo el cuerpo y nos lanzaba hacia adelante. Entonces corríamos buscando impulso para trepar de un envión al breve talud del ferrocarril, encaramadas sobre el mundo contemplábamos silenciosas nuestro reino.
Nuestro reino era así: una gran curva de las vías acababa su comba justo frente a los fondos de nuestra casa. No había más que el balasto, los durmientes y la doble vía; pasto ralo y estúpido entre los pedazos de adoquín donde la mica, el cuarzo y el feldespato A que son los componentes del granito y brillaban como diamantes legítimos contra el sol de las dos de la tarde. Cuando nos agachábamos a tocar las vías (sin perder tiempo porque hubiera sido peligroso quedarse mucho ahí, no tanto por los trenes como por los de casa si nos llegaban a ver) nos subía a la cara el fuego de las piedras, y al pararnos contra el viento del río era un calor mojado pegándose a las mejillas y las orejas. Nos gustaba flexionar las piernas y bajar, subir, bajar otra vez, entrando en una y otra zona de calor, estudiándonos las caras para apreciar la transpiración, con lo cual al rato éramos una sopa. Y siempre calladas, mirando al fondo de las vías, o el río al otro lado, el pedacito de río color café con leche.
Después de esta primera inspección del reino bajábamos el talud y nos metíamos en la mala sombra de los sauces pegados a la tapia de nuestra casa, donde se abría la puerta blanca. Ahí estaba la capital del reino, la ciudad silvestre y la central de nuestro juego. La primera en iniciar el juego era Leticia, la más feliz de las tres y la más privilegiada. Leticia no tenía que secar los platos ni hacer las camas, podía pasarse el día leyendo o pegando figuritas, y de noche la dejaban quedarse hasta más tarde si lo pedía, aparte de la pieza solamente para ella, el caldo de hueso y toda clase de ventajas. Poco a poco se había ido aprovechando de los privilegios, y desde el verano anterior dirigía el juego, yo creo que en realidad dirigía el reino; por lo menos se adelantaba a decir las cosas y Holanda y yo aceptábamos sin protestar, casi contentas. Es probable que las largas conferencias de mamá sobre cómo debíamos portarnos con Leticia hubieran hecho su efecto, o simplemente que la queríamos bastante y no nos molestaba que fuese la jefa. Lástima que no tenía aspecto para jefa, era la más baja de las tres, y tan flaca. Holanda era flaca, y yo nunca pesé más de cincuenta kilos, pero Leticia era la más flaca de las tres, y para peor una de esas flacuras que se ven de fuera, en el pescuezo y las orejas. Tal vez el endurecimiento de la espalda la hacía parecer más flaca, como casi no podía mover la cabeza a los lados daba la impresión de una tabla de planchar parada, de esas forradas de género blanco como había en la casa de las de Loza. Una tabla de planchar con la parte más ancha para arriba, parada contra la pared. Y nos dirigía.
La satisfacción más profunda era imaginarme que mamá o tía Ruth se enteraran un día del juego. Si llegaban a enterarse del juego se iba a armar una meresunda increíble. El si bemol y los desmayos, las inmensas protestas de devoción y sacrificio malamente recompensados, el amontonamiento de invocaciones a los castigos más célebres, para rematar con el anuncio de nuestros destinos, que consistían en que las tres terminaríamos en la calle. Esto último siempre nos había dejado perplejas, porque terminar en la calle nos parecía bastante normal.
Primero Leticia nos sorteaba. Usábamos piedritas escondidas en la mano, contar hasta veintiuno, cualquier sistema. Si usábamos el de contar hasta veintiuno, imaginábamos dos o tres chicas más y las incluíamos en la cuenta para evitar trampas. Si una de ellas salía veintiuna, la sacábamos del grupo y sorteábamos de nuevo, hasta que nos tocaba a una de nosotras. Entonces Holanda y yo levantábamos la piedra y abríamos la caja de los ornamentos. Suponiendo que Holanda hubiese ganado, Leticia y yo escogíamos los ornamentos. El juego marcaba dos formas: estatuas y actitudes. Las actitudes no requerían ornamentos pero sí mucha expresividad, para la envidia mostrar los dientes, crispar las manos y arreglárselas de modo de tener un aire amarillo. Para la caridad el ideal era un rostro angélico, con los ojos vueltos al cielo, mientras las manos ofrecían algo -un trapo, una pelota, una rama de sauce- a un pobre huerfanito invisible. La vergüenza y el miedo eran fáciles de hacer; el rencor y los celos exigían estudios más detenidos. Los ornamentos se destinaban casi todos a las estatuas, donde reinaba una libertad absoluta. Para que una estatua resultara, había que pensar bien cada detalle de la indumentaria. El juego marcaba que la elegida no podía tomar parte en la selección; las dos restantes debatían el asunto y aplicaban luego los ornamentos. La elegida debía inventar su estatua aprovechando lo que le habían puesto, y el juego era así mucho m s complicado y excitante porque a veces había alianzas contra, y la víctima se veía ataviada con ornamentos que no le iban para nada; de su viveza dependía entonces que inventara una buena estatua. Por lo general cuando el juego marcaba actitudes la elegida salía bien parada pero hubo veces en que las estatuas fueron fracasos horribles. Lo que cuento empezó vaya a saber cuándo, pero las cosas cambiaron el día en que el primer papelito cayó del tren. Por supuesto que las actitudes y las estatuas no eran para nosotras mismas, porque nos hubiéramos cansado en seguida. El juego marcaba que la elegida debía colocarse al pie del talud, saliendo de la sombra de los sauces, y esperar el tren de las dos y ocho que venía del Tigre. A esa altura de Palermo los trenes pasan bastante r pido, y no nos daba vergüenza hacer la estatua o la actitud. Casi no veíamos a la gente de las ventanillas, pero con el tiempo llegamos a tener práctica y sabíamos que algunos pasajeros esperaban vernos. Un señor de pelo blanco y anteojos de carey sacaba la cabeza por la ventanilla y saludaba a la estatua o la actitud con el pañuelo. Los chicos que volvían del colegio sentados en los estribos gritaban cosas al pasar, pero algunos se quedaban serios mirándonos. En realidad la estatua o la actitud no veía nada, por el esfuerzo de mantenerse inmóvil, pero las otras dos bajo los sauces analizaban con gran detalle el buen éxito o la indiferencia producidos. Fue un martes cuando cayó el papelito, al pasar el segundo coche. Cayó muy cerca de Holanda, que ese día era la maledicencia, y reboto hasta mí. Era un papelito muy doblado y sujeto a una tuerca. Con letra de varón y bastante mala, decía: "Muy lindas estatuas. Viajo en la tercera ventanilla del segundo coche, Ariel B." Nos pareció un poco seco, con todo ese trabajo de atarle la tuerca y tirarlo, pero nos encantó. Sorteamos para saber quién se lo quedaría, y me lo gané. Al otro día ninguna quería jugar para poder ver cómo era Ariel B., pero temimos que interpretara mal nuestra interrupción, de manera que sorteamos y ganó Leticia. Nos alegramos mucho con Holanda porque Leticia era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta, y ella era capaz de gestos de una enorme nobleza. Como actitudes elegía siempre la generosidad, el sacrificio y el renunciamiento. Como estatuas buscaba el estilo de Venus de la sala que tía Ruth llamaba la Venus del Nilo. Por eso le elegimos ornamentos especiales para que Ariel se llevara una buena impresión. Le pusimos un pedazo de terciopelo verde a manera de túnica, y una corona de sauce en el pelo. Como andábamos de manga corta, el efecto griego era grande. Leticia se ensayó un rato a la sombra, y decidimos que nosotras nos asomaríamos también y saludaríamos a Ariel con discreción pero muy amables. Leticia estuvo magnífica, no se le movía ni un dedo cuando llegó el tren Como no podía girar la cabeza la echaba para atrás, juntado los brazos al cuerpo casi como si le faltaran; aparte el verde de la túnica, era como mirar la Venus del Nilo. En la tercera ventanilla vimos a un muchacho de rulos rubios y ojos claros que nos hizo una gran sonrisa al descubrir que Holanda y yo lo saludábamos. El tren se lo llevó en un segundo, pero eran las cuatro y media y todavía discutíamos si vestía de oscuro, si llevaba corbata roja y si era odioso o simpático. El jueves yo hice la actitud del desaliento, y recibimos otro papelito que decía: "Las tres me gustan mucho. Ariel." Ahora él sacaba la cabeza y un brazo por la ventanilla y nos saludaba riendo. Le calculamos dieciocho años (seguras que no tenía más de dieciséis) y convinimos en que volvía diariamente de algún colegio inglés. Lo más seguro de todo era el colegio inglés, no aceptábamos un incorporado cualquiera. Se vería que Ariel era muy bien. Pasó que Holanda tuvo la suerte increíble de ganar tres días seguidos. Superándose, hizo las actitudes del desengaño y el latrocinio, y una estatua dificilísima de bailarina, sosteniéndose en un pie desde que el tren entró en la curva. Al otro día gané yo, y después de nuevo; cuando estaba haciendo la actitud del horror, recibí casi en la nariz un papelito de Ariel que al principio no entendimos: "La más linda es la más haragana." Leticia fue la última en darse cuenta, la vimos que se ponía colorada y se iba a un lado, y Holanda y yo nos miramos con un poco de rabia. Lo primero que se nos ocurrió sentenciar fue que Ariel era un idiota, pero no podíamos decirle eso a Leticia, pobre ángel, con su sensibilidad y la cruz que llevaba encima. Ella no dijo nada, pero pareció entender que el papelito era suyo y se lo guardó. Ese día volvimos bastante calladas a casa, y por la noche no jugamos juntas. En la mesa Leticia estuvo muy alegre, le brillaban los ojos, y mamá miró una o dos veces a tía Ruth como poniéndola de testigo de su propia alegría. En aquellos días estaban ensayando un nuevo tratamiento fortificante para Leticia, y por lo visto era una maravilla lo bien que le sentaba. Antes de dormirnos, Holanda y yo hablamos del asunto. No nos molestaba el papelito de Ariel, desde un tren andando las cosas se ven como se ven, pero nos parecía que Leticia se estaba aprovechando demasiado de su ventaja sobre nosotras. Sabía que no le íbamos a decir nada, y que en una casa donde hay alguien con algún defecto físico y mucho orgullo, todos juegan a ignorarlo empezando por el enfermo, o más bien se hacen los que no saben que el otro sabe. Pero tampoco había que exagerar y la forma en que Leticia se había portado en la mesa, o su manera de guardarse el papelito, era demasiado. Esa noche yo volví a soñar mis pesadillas con trenes, anduve de madrugada por enormes playas ferroviarias cubiertas de vías llenas de empalmes, viendo a distancia las luces rojas de locomotoras que venían, calculando con angustia si el tren pasaría a mi izquierda, y a la vez amenazada por la posible llegada de un rápido a mi espalda o lo que era peor que a último momento uno de los trenes tomara uno de los desvíos y se me viniera encima. Pero de mañana me olvidé porque Leticia amaneció muy dolorida y tuvimos que ayudarla a vestirse. Nos pareció que estaba un poco arrepentida de lo de ayer y fuimos muy buenas con ella, diciéndole que esto le pasaba por andar demasiado, y que tal vez lo mejor sería que se quedara leyendo en su cuarto. Ella no dijo nada pero vino a almorzar a la mesa, y a las preguntas de mamá contestó que ya estaba muy bien y que casi no le dolía la espalda. Se lo decía y nos miraba. Esa tarde gané yo, pero en ese momento me vino un no sé qué y le dije a Leticia que le dejaba mi lugar, claro que sin darle a entender por qué. Ya que el otro la prefería, que la mirara hasta cansarse. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas sencillas para no complicarle la vida, y ella inventó una especie de princesa china, con aire vergonzoso, mirando al suelo y juntando las manos como hacen las princesas chinas. Cuando pasó el tren, Holanda se puso de espaldas bajo los sauces pero yo miré y vi que Ariel no tenía ojos más que para Leticia. La siguió mirando hasta que el tren se perdió en la curva, y Leticia estaba inmóvil y o sabía que él acababa de mirarla así. Pero cuando vino a descansar bajo los sauces vimos que sí sabía, y que le hubiera gustado seguir con los ornamentos toda la tarde, toda la noche.
El miércoles sorteamos entre Holanda y yo porque Leticia nos dijo que era justo que ella se saliera. Ganó Holanda con su suerte maldita, pero la carta de Ariel cayó de mi lado. Cuando la levanté tuve el impulso de dársela a Leticia que no decía nada, pero pensé que tampoco era cosa de complacerle todos los gustos, y la abrí despacio. Ariel anunciaba que al otro día iba a bajarse en la estación vecina y que vendría por el terraplén para charlar un rato. Todo estaba terriblemente escrito, pero la frase final era hermosa: "Saludo a las tres estatuas muy atentamente. " La firma parecía un garabato aunque se notaba la personalidad.
Mientras le quitábamos los ornamentos a Holanda, Leticia me miró una o dos veces. Yo les había leído el mensaje y nadie hizo comentarios, lo que resultaba molesto porque al fin y al cabo Ariel iba a venir y había que pensar en esa novedad y decidir algo. Si en casa se enteraban, o por desgracia a alguna de las de Loza le daba por espiarnos, con lo envidiosas que eran esas enanas, seguro que se iba a armar la meresunda. Además que era muy raro quedarnos calladas con una cosa así, sin mirarnos casi mientras guardábamos los ornamentos y volvíamos por la puerta blanca. Tía Ruth nos pidió a Holanda y a mí que bañáramos a José, se llevó a Leticia para hacerle el tratamiento, y por fin pudimos desahogarnos tranquilas. Nos parecía maravilloso que viniera Ariel, nunca habíamos tenido un amigo así, a nuestro primo Tito no lo contábamos, un tilingo que juntaba figuritas y creía en la primera comunión. Estábamos nerviosísimas con la expectativa y José pagó el pato, pobre ángel. Holanda fue más valiente y sacó el tema de Leticia. Yo no sabía que pensar, de un lado me parecía horrible que Ariel se enterara, pero también era justo que las cosas se aclararan porque nadie tiene por qué‚ perjudicarse a causa de otro. Lo que yo hubiera querido es que Leticia no sufriera, bastante cruz tenía encima y ahora con el nuevo tratamiento y tantas cosas.
A la noche mamá se extrañó de vernos tan calladas y dijo qué milagro, si nos habían comido la lengua los ratones, después miró a tía Ruth y las dos pensaron seguro que habíamos hecho alguna gorda y que nos remordía la conciencia. Leticia comió muy poco y dijo que estaba dolorida, que la dejaran ir a su cuarto a leer Rocambole. Holanda le dio el brazo aunque ella no quería mucho, y yo me puse a tejer, que es una cosa que me viene cuando estoy nerviosa. Dos veces pensé‚ ir al cuarto de Leticia, no me explicaba qué hacían esas dos ahí solas, pero Holanda volvió con aire de gran importancia y se quedó a mi lado sin hablar hasta que mamá y tía Ruth levantaron la mesa. "Ella no va a ir mañana. Escribió una carta y dijo que si él pregunta mucho, se la demos." Entornando el bolsillo de la blusa me hizo ver un sobre violeta. Después nos llamaron para secar los platos, y esa noche nos dormimos casi en seguida por todas las emociones y el cansancio de bañar a José.
Al otro día me tocó a mi salir de compras al mercado y en toda la mañana no vi a Leticia que seguía en su cuarto. Antes que llamaran a la mesa entré un momento y la encontré al lado de la ventana, con muchas almohadas y el tomo noveno de Rocambole. Se veía que estaba mal, pero se puso a reír y me contó de una abeja que no encontraba la salida y de un sueño cómico que había tenido. Yo le dije que era una lástima que no fuera a venir a los sauces, pero me parecía tan difícil decírselo bien. "Si querés podemos explicarle a Ariel que estabas descompuesta", le propuse, pero ella decía que no y se quedaba callada. Yo insistí un poco en que viniera, y al final me animé y le dije que no tuviese miedo, poniéndole como ejemplo que el verdadero cariño no conoce barreras y otras ideas preciosas que habíamos aprendido en El Tesoro de la Juventud, pero era cada vez más difícil decirle nada porque ella miraba la ventana y parecía como si fuera a ponerse a llorar. Al final me fui diciendo que mamá me precisaba. El almuerzo duró días, y Holanda se ganó un sopapo de tía Ruth por salpicar el mantel con tuco. Ni me acuerdo de cómo secamos los platos, de repente Estábamos en los sauces y las dos nos abrazábamos llenas de felicidad y nada celosas una de otra. Holanda me explicó todo lo que teníamos que decir sobre nuestros estudios para que Ariel se llevara una buena impresión, porque los del secundario desprecian a las chicas que no han hecho más que la primaria y solamente estudian corte y repujado al aceite. Cuando pasó el tren de las dos y ocho Ariel sacó los brazos con entusiasmo, y con nuestros pañuelos estampados le hicimos señas de bienvenida. Unos veinte minutos después lo llegar por el terraplén, y era más alto de lo que pensábamos y todo de gris. Bien no me acuerdo de lo que hablamos al principio, él era bastante tímido a pesar de haber venido y los papelitos, y decía cosas muy pensadas.
Casi en seguida nos elogió mucho las estatuas y las actitudes y preguntó cómo nos llamábamos y por qué‚ faltaba la tercera. Holanda explicó que Leticia no había podido venir, y él dijo que era una lástima y que Leticia le parecía un nombre precioso. Después nos contó cosas del Industrial, que por desgracia no era un colegio inglés, y quiso saber si le mostraríamos los ornamentos. Holanda levantó la piedra y le hicimos ver las cosas. A él para la estatua oriental", con lo que quería decir la princesa china. Nos sentamos a la sombra de un sauce y él estaba contento pero distraído, se veía que sólo se quedaba de bien educado. Holanda me miró dos o tres veces cuando la conversación decaía, y eso nos hizo mucho mal a las dos, nos dio deseos de irnos o que Ariel no hubiese venido nunca. El preguntó otra vez si Leticia estaba enferma, y Holanda me miró y yo creí que iba a decirle, pero en cambio contestó que Leticia no había podido venir. Con una ramita Ariel dibujaba cuerpos geométricos en la tierra, y de cuando en cuando miraba la puerta blanca y nosotras sabíamos lo que estaba pasando, por eso Holanda hizo bien en sacar el sobre violeta y alcanzárselo, y él se quedó sorprendido con el sobre en la mano, después se puso muy colorado mientras le explicábamos que eso se lo mandaba Leticia, y se guardó la carta en el bolsillo de adentro del saco sin querer leerla delante de nosotras. Casi en seguida dijo que había tenido un gran placer y que estaba encantado de haber venido, pero su mano era blanda y antipática de modo que fue mejor que la visita se acabara, aunque más tarde no hicimos más que pensar en sus ojos grises y en esa manera triste que tenía de sonreír. También nos acordamos de cómo se había despedido diciendo: "Hasta siempre", una forma que nunca habíamos oído en casa y que nos pareció tan divina y política. Todo se lo contamos a Leticia que nos estaba esperando debajo del limonero del patio, y yo hubiese querido preguntarle qué decía su carta pero me dio nos‚ que‚ porque ella había cerrado el sobre antes de confiárselo a Holanda, así que no le dije nada y solamente le contamos cómo era Ariel y cuantas veces había preguntado por ella. Esto no era nada fácil de decírselo porque era una cosa linda y mala a la vez, nos dábamos cuenta que Leticia se sentía muy feliz y al mismo tiempo estaba casi llorando, hasta que nos fuimos diciendo que tía Ruth nos precisaba y la dejamos mirando las avispas del limonero.
Cuando íbamos a dormirnos esa noche, Holanda me dijo: "Vas a ver que mañana se acaba el juego." Pero se equivocaba aunque no por mucho, y al otro día Leticia nos hizo la seña convenida en el momento del postre. Nos fuimos a lavar la loza bastante asombradas y con un poco de rabia, porque eso era una desvergüenza de Leticia y no estaba bien. Ella nos esperaba en la puerta y casi nos morimos de miedo cuando al llegar a los sauces vimos que sacaba del bolsillo el collar de perlas de mamá y todos los anillos, hasta el grande con rubí de tía Ruth. Si las de Loza espiaban y nos veían con las alhajas, seguro que mamá iba a saberlo en seguida y que nos mataría, enanas asquerosas. Pero Leticia no estaba asustada y dijo que si algo sucedía ella era la única responsable. "Quisiera que me dejaran hoy a mí", agregó sin mirarnos. Nosotras sacamos en seguida los ornamentos, de golpe queríamos ser tan buenas con Leticia, darle todos los gustos y eso que en el fondo nos quedaba un poco de encono. Como el juego marcaba estatua, le elegimos cosas preciosas que iban bien con las alhajas, muchas plumas de pavorreal para sujetar el pelo, una piel que de lejos parecía un zorro plateado, y un velo rosa que ella se puso como un turbante. La vimos que pensaba, ensayando la estatua pero sin moverse, y cuando el tren apareció en la curva fue a ponerse al pie del talud con todas las alhajas que brillaban al sol. Levantó los brazos como si en vez de una estatua fuera a hacer una actitud, y con las manos señaló el cielo mientras echaba la cabeza hacia atrás (que era lo único que podía hacer, pobre) y doblaba el cuerpo hasta darnos miedo. Nos pareció maravillosa, la estatua más regia que había hecho nunca, y entonces vimos a Ariel que la miraba, salido de la ventanilla la miraba solamente a ella, girando la cabeza y mirándola sin vernos a nosotras hasta que el tren se lo llevó de golpe. No sé por qué las dos corrimos al mismo tiempo a sostener a Leticia que estaba con los ojos cerrados y grandes l grimas por toda la cara. Nos rechazó sin enojo, pero la ayudamos a esconder las alhajas en el bolsillo, y se fue sola a casa mientras guardábamos por última vez los ornamentos en su caja. Casi sabíamos lo que iba a suceder, pero lo mismo al otro día fuimos las dos a los sauces, después que tía Ruth nos exigió silencio absoluto para no molestar a Leticia que estaba dolorida y quería dormir. Cuando llegó el tren vimos sin ninguna sorpresa la tercera ventanilla vacía, y mientras nos sonreíamos entre aliviadas y furiosas, imaginamos a Ariel viajando del otro lado del coche, quieto en su asiento, mirando hacia el río con sus ojos grises.
(Julio Cortázar, "Final del Juego" 1956)
Transcripto por Cybeles (Norberto Gil) - Julio de 1996.

La máscara de la muerte roja. Edgar Allan Poe

La «Muerte Roja» había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía. Y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil robustos y desaprensivos amigos de entre los caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto, era una locura afligirse o meditar. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitidme que antes os describa los salones donde se celebraba. Eran siete —una serie imperial de estancias—. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta yardas había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y las paredes, cayendo en pesados pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un profundo color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de
los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero, cuyos rayos proyectábanse a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que, a través de los cristales de color de sangre, se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies.
En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta minutos (que abarcan tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye), el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba.
El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, y su gusto había guiado la elección de los disfraces. Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico —mucho de eso que más tarde habría de encontrarse en Hernani—. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes; veíanse fantasías delirantes, como las que aman los maniacos. Abundaba allí lo hermoso, lo extraño, lo licencioso, y no faltaba lo terrible y lo repelente. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden —apenas han durado un instante—, y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose de aquí para allá con más alegría que nunca coloreándose al pasar ante las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una
luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquel cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia.
En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba, incluso, más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aun el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto; aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero, al punto, su frente enrojeció de rabia.
—¿Quién se atreve —preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban—, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apoderaos de él y desenmascaradlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre osado y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y deliberado. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia del enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a una yarda del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando
ininterrumpidamente, pero con el mismo solemne y mesurado paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó a la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la rabia y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra y el príncipe Próspero se desplomaba muerto.
Reuniendo el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna forma tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre, y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.

Romeo y Julieta

Este mes murió William Shakesperare, aquí un fragmento de su obra más conocida.
Escena V
(257)
¿Dónde está Potpan, que no ayuda a levantar los postres? ¡Andar él
con un plato! ¡Él, raspar una mesa!(262)
CRIADO SEGUNDO
Cuando el buen porte de una casa se confía exclusivamente(263) a
uno o dos hombres y éstos no son pulcros, es cosa que da asco(264)
(265).
CRIADO PRIMERO
(Vanse.)(256)
(Salón de la casa de Capuleto.)(258)
(MÚSICOS esperando (259). Entran CRIADOS.)(260)
CRIADO PRIMERO(261)
Llévate los asientos(266), quita el aparador(267), ojo con la vajilla: -
Buen muchacho, resérvame un pedazo de mazapán y, puesto que, me
aprecias, di al portero que deje entrar a Susana Grindstone y a Nell(268).
-¡Antonio! ¡Potpan!(269)
(Entra otro CRIADO.)
CRIADO TERCERO
¡Eh! aquí estoy, hombre(270).
CRIADO PRIMERO
Os necesitan, os llaman, preguntan por vosotros, se os busca en el
gran salón.
CRIADO TERCERO
No podemos estar aquí y allá al propio tiempo. -Alegría, camaradas;
haya un rato de holgura y que cargue con todo el que atrás venga(271).
CAPULETO
(274)¡Bienvenidos, señores! Las damas que libres de callos tengan
los pies(275), os tomarán un rato(276) por su cuenta. -¡Ah, ah, señoras
mías!(277) ¿Quién de todas vosotras se negará en este instante a bailar?
La que se haga la desdeñosa, juraré que tiene callos. ¿Toco en lo
sensible? -¡Bienvenidos(278), caballeros!(279) (280) [Tiempo recuerdo
en que también me enmascaraba y en que podía cuchichear al oído de
una bella dama esas historias que agradan. -Ya esa época pasó, ya pasó,
ya pasó. -¡Salud, señores! -Ea, músicos, tocad.¡Abrid, abrid(281), haced
espacio!(282) Lanzaos en él, muchachas.
(Se retiran al fondo de la escena.)(272)
(Entran CAPULETO, seguido de JULIETA y otros de la casa,
mezclados con los convidados y los máscaras.)(273)
Eh, tunantes, más luces; doblad esas hojas(284) y apagad el fuego: la
pieza se calienta demasiado. -Ah, querido, esta imprevista diversión
viene oportunamente. Sí, sí, sentaos, sentaos, buen primo Capuleto(285);
pues vos y yo hemos pasado nuestro tiempo de baile. ¿Cuánto hace de
la última vez que nos enmascaramos?
SEGUNDO CAPULETO
Por la Virgen, hace treinta arios.
PRIMER CAPULETO
¡Qué, hombre! No hace tanto, no hace tanto: fue en las bodas de
Lucencio. Venga cuando quiera la fiesta de Pentecostés, el día que
llegue hará sobre veinte y cinco años que nos disfrazamos.
SEGUNDO CAPULETO
Hace más, hace más: Su hijo es más viejo, tiene treinta años.
PRIMER CAPULETO
¿Me decís eso a mí? Ahora dos(286) era, él menor de edad(287).
ROMEO
¿Qué dama es ésa que honra la mano de aquel caballero?
[CRIADO
No sé, señor.]
ROMEO
¡Oh! Para brillar, las antorchas toman ejemplo de su belleza se
destaca de la frente de la noche, cual el brillante de la negra oreja de un
etiope. ¡Belleza demasiado -valiosa para ser adquirida(288), demasiado
exquisita para la tierra! Como blanca paloma en medio de una bandada
de cuervos, así aparece esa joven entre sus compañeras. Cuando pare la
orquesta estaré al tanto del asiento que toma y daré a mi ruda mano la
(Tocan los músicos y se baila.)](283)
dicha(289) de tocar la suya. ¿Ha amado antes de ahora mi corazón? No,
juradlo, ojos míos; pues nunca, hasta esta noche, vísteis la belleza
verdadera.
TYBAL
Éste, por la voz, debe ser un Montagüe. -Muchacho, tráeme acá mi
espada. -¡Cómo! ¿Osa el miserable venir a esta fiesta, cubierto con un
grosero antifaz(290), para hacer mofa y escarnio en ella? Por la nobleza
y renombre de mi estirpe no tomo a crimen el matarle.
PRIMER CAPULETO
¡Eh! ¿Qué hay, sobrino? ¿Por qué, estalláis así?
TYBAL
Tío, ese hombre es un Montagüe, un enemigo nuestro, un vil que se
ha entrometido esta noche aquí para escarnecer nuestra fiesta.
PRIMER CAPULETO
¿Es el joven Romeo?
TYBAL
El mismo(291), ese miserable Romeo.
PRIMER CAPULETO
[Modérate, buen sobrino, déjale en paz; se conduce como un cortés
hidalgo y, a decir verdad, Verona le pondera como un joven virtuoso y
de excelente educación. Por todos los tesoros de esta ciudad no quisiera
que aquí, en mi casa, se le infiriese insulto. Cálmate pues, no hagas en
él reparo, ésta es mi voluntad; si la respetas, muestra un semblante
amigo, depón ese aire feroz, que sienta mal en una fiesta.
TYBAL
Bien viene cuando un miserable semejante se tiene por huésped. No
le aguantaré.
PRIMER CAPULETO
Le aguantaréis, digo que sí. ¡Qué! ¡Señor chiquillo! Idos a pasear.
¿Quién de los dos manda aquí? Idos a pasear. ¿No le aguantaréis? Dios
me perdone. ¡Queréis armar bullanga entre mis convidados! ¡Hacer de
gallo en tonel!(292) ¡Hacer el hombre!
TYBAL
Pero, tío, es una vergüenza.
PRIMER CAPULETO
A paseo, a paseo, sois un joven impertinente(293). -¿Pensáis eso de
veras?(294) Tal despropósito podría saliros mal(295). -Sé lo que digo
(296). [Tomar a empeño el contrariarme! Sí, a tiempo llega.] (A los que
bailan.) Muy bien(297), queridos míos. -[Andad, sois un presumido(298)
(299).] Manteneos quieto, si no... -Más luces, más luces; ¡da vergüenza!
-Os forzaré a estar tranquilo. [¡Vaya! -Animación, queridos.]
TYBAL
La paciencia que me imponen(300) y la porfiada cólera que siento, en
su encontrada lucha, hacen temblar mi cuerpo. Me retiraré, pero esta
intrusión que ahora grata parece, se trocará en hiel amarga(301).
Si mi indigna mano profana con su contacto este divino relicario, he
aquí la dulce expiación(304): ruborosos peregrinos, mis labios se hallan
prontos a borrar con un tierno beso la ruda impresión causada.
JULIETA
Buen peregrino(305), sois harto injusto con vuestra mano, que en lo
hecho muestra respetuosa devoción; pues las santas tienen manos que
tocan las del piadoso viajero y esta unión de palma con palma
constituye un palmario y sacrosanto beso(306).
(Vase.)(302)
ROMEO (a JULIETA.)(303)
ROMEO
¿No tienen labios las santas y los peregrinos también?
JULIETA
Sí, peregrino, labios que deben consagrar a la oración.
ROMEO
¡Oh! Entonces, santa querida, permite que los labios hagan lo que las
manos. Pues ruegan, otórgales gracia para que la fe no se trueque en
desesperación.
JULIETA
Las santas permanecen inmóviles cuando otorgan su merced.
ROMEO
Pues no os mováis mientras recojo el fruto de mi oración. Por la
intercesión de vuestros labios, así, se ha borrado el pecado de los míos.
(La da un beso.)
JULIETA
Mis labios, en este caso, tienen el pecado que os quitaron.
ROMEO
¿Pecado de mis labios? ¡Oh, dulce reproche! Volvedme el pecado
(307) otra vez.
JULIETA
Sois docto en besar(308) (309).
NODRIZA(310)
Señora, vuestra madre quiere deciros una palabra.
ROMEO
¿Cuál es su madre?
NODRIZA
Sabedlo, joven, su madre es la dueña de la casa; una buena, discreta
y virtuosa señora. Su hija, con quien hablabais, ha sido criada por mí y
os aseguro que el que le ponga la mano encima, tendrá los talegos.
ROMEO
¿Es una Capuleto?(311) ¡Oh, cara acreencia! Mi vida es propiedad
(312) de mi enemiga(313).
[BENVOLIO
Vamos, salgamos; harta fiesta hemos tenido(314).
ROMEO
Sí, tal temo yo; mi tormento está en su colmo.]
PRIMER CAPULETO
Eh, señores, no penséis en marcharos; va a servirse(315) una
humilde, ligera colación(316). -¿Estáis en iros aún? Bien, entonces doy
gracias a todos(317): gracias, nobles hidalgos(318), buenas noches. -
¡Más luces aquí! -Ea, vamos pues, a acostarnos. Ah, querido, (al
Segundo Capuleto)(319) por mi honor, se hace tarde; voy a descansar.
JULIETA
Llégate acá, nodriza: ¿Quién es aquel caballero?(321)
NODRIZA
El hijo y heredero del viejo Tiberio.
JULIETA
(Vanse todos, menos JULIETA y la NODRIZA.)(320)
¿Quién, el que pasa ahora el dintel de la puerta?
NODRIZA
Sí, ése es, me parece, el joven Petruchio.
JULIETA
El que le sigue, que no quiso bailar, ¿quién es?
NODRIZA
No sé.
JULIETA
Anda, pregunta su nombre. -Si está casado, es probable que mi
sepulcro sea mi lecho nupcial.
NODRIZA
Se llama Romeo; es un Montagüe, el hijo único de vuestro gran
enemigo.
JULIETA
¡Mi único amor emanación de mi único odio! ¡Demasiado pronto lo
he visto sin conocerle y le he conocido demasiado tarde! Extraño
destino de amor es, tener que amar a un detestado enemigo.
NODRIZA
¿Qué decís, qué decís?
JULIETA
Un verso que ahora mismo me enseñó uno con quien bailé.
(Llaman desde dentro a JULIETA.)
NODRIZA
Al instante, al instante. Venid, salgamos: los desconocidos... todos se
han marchado.
Una antigua pasión yace ahora en su lecho de muerte y un joven
afecto aspira a su herencia. La beldad(323) por quien el amor gemía
(324) y anhelaba morir, comparada con la tierna Julieta, aparece sin
encantos. Romeo ama al presente de nuevo y es correspondido: uno y
otro amante se han hechizado igualmente con su mirar; pero él tiene
que dolerse con su enemiga supuesta y ella que robar de un anzuelo
peligroso el dulce cebo de la pasión. Él, mirado como adversario,
carecerá de entrada para pronunciar esos juramentos que acostumbran
los apasionados; y ella, como él amorosa, tendrá muchos menos
recursos para verse do quier con su bien querido. Pero la pasión les
presta poder y la ocasión les ofrecerá los medios de acercarse,
compensando sus angustias con dulzuras extremas(325).
(Vanse.)

El Escribidor

-Tengo una pena de amor, amigo Camacho -le confesé a boca de jarro, sorprendiéndome de mí mismo por la fórmula radioteatral; pero sentí que, hablándole así, me distanciaba de mi propia historia y al mismo tiempo conseguía desahogarme -. La mujer que quiero me engaña con otro hombre.

Me escrutó profundamente, con sus ojitos saltones más fríos y deshumorados que nunca. Su traje negro había sido lavado, planchado y usado tanto que era brillante como una hoja de cebolla.

-El duelo, en estos países aplebeyados, se paga con cárcel -sentenció, muy grave, haciendo unos movimientos convulsivos con las manos -. En cuanto al suicidio, ya nadie aprecia el gesto. Uno se mata y en vez de remordimientos, escalofríos, admiración, provoca burlas. Lo mejor son las recetas prácticas, mi amigo.

Me alegré de haberle hecho confidencias. Sabía que, como para Pedro Camacho no existía nadie fuera de él mismo, mi problema ya ni lo recordaba, había sido un mero dispositivo para poner en acción su sistema teorizante. Oírlo me consolaría más (y con menos consecuencias) que una borrachera. Pedro Camacho, luego de un amago de sonrisa, me pormenorizaba su receta:

-Una carta dura, hiriente, lapidaria a la adúltera -me decía, adjetivando con seguridad-, una carta que la haga sentirse una lagartija sin entrañas, una hiena inmunda. Probándole que uno no es tonto, que conoce su traición, una carta que rezuma desprecio, que le dé conciencia de adúltera. -Calló, meditó un instante y, cambiando ligeramente de tono, me dio la mayor prueba de amistad que podía esperarse de él:- Si quiere, yo se la escribo.

Le agradecí efusivamente, pero le dije que, conociendo sus horarios de galeote, jamás podría aceptar sobrecargarlo de trabajo con mis asuntos privados. (Después lamenté esos escrúpulos, que me privaron de un texto ológrafo del escribidor.)

-En cuanto al seductor -prosiguió inmediatamente Pedro Camacho, con un brillo malvado en los ojos -, lo mejor es el anónimo, con todas las calumnias necesarias. ¿Por qué habría de quedar se aletargada la víctima mientras le crecen cuernos? ¿Por qué permitiría que los adúlteros se solacen fornicando? Hay que estropearles el amor, golpearlos donde les duela, envenenarlos de dudas. Que brote la desconfianza, que comiencen a mirarse con malos ojos, a odiarse. ¿Acaso no es dulce la venganza?

Le insinué que, tal vez, valerse de anónimos no fuera cosa de caballeros, pero él me tranquilizó rápidamente: uno debía portarse con los caballeros como caballero y con los canallas como canalla. Ése era el "honor bien entendido": lo demás era ser idiota.

-Con la carta a ella y los anónimos a él quedan castigados los amantes -le dije-. Pero ¿y mi problema? ¿Quién me va a quitar el despecho, la frustración, la pena?

-Para todo eso no hay como la leche de magnesia -me repuso, dejándome sin ánimos siquiera de reírme-.

Ya sé, le parecerá un materialismo exagerado. Pero, hágame caso, tengo experiencia de la vida. La mayor parte de las veces, las llamadas penas de corazón, etcétera, son malas digestiones, frejoles tercos que no se deshacen, pescado pasado de tiempo, estreñimiento.

Un buen purgante fulmina la locura de amor.

Esta vez no había duda, era un humorista sutil, se burlaba de mí y de sus oyentes, no creía palabra de lo que decía, practicaba el aristocrático deporte de probarse a sí mismo que los humanos éramos unos irremisibles imbéciles.

-¿Ha tenido usted muchos amores, una vida sentimental muy rica? -le pregunté.

-Muy rica, sí -asintió, mirándome a los ojos por sobre la taza de menta y yerbaluisa que se había llevado a la boca-. Pero yo no he amado nunca a una mujer de carne y hueso.

Hizo una pausa efectista, como midiendo el tamaño de mi inocencia o estupidez.

-¿Cree usted que sería posible hacer lo que hago si las mujeres se tragaran mi energía? -me amonestó, con asco en la voz-. ¿Cree que se pueden producir hijos e historias al mismo tiempo? ¿Que uno puede inventar, imaginar, si se vive bajo la amenaza de la sífilis?

La mujer y el arte son excluyentes, mi amigo. En cada vagina está enterrado un artista. Reproducirse, ¿qué gracia tiene? ¿No lo hacen los perros, las arañas, los gatos? Hay que ser originales, mi amigo.


Fragmento tomado de "La tía Julia y el escribidor"

Mario Vargas Llosa

sábado, 16 de abril de 2011

Los Miserables [Mario y Cosette enamorados al fin, luego de más de un año, se hablan]

III
Los viejos desaparecen en el momento oportuno
Cuando llegó la noche, salió Jean Valjean, y Cosette se vistió. Se peinó del modo que le
sentaba mejor y se puso un bonito vestido. ¿Quería salir? No. ¿Esperaba una visita? No.
Al anochecer bajó al jardín. Empezó a pasear bajo los árboles, separando de tanto en
tanto algunas ramas con la mano porque las había muy bajas.
Así llegó al banco. Se sentó, y puso su mano sobre la piedra, como si quisiese
acariciarla y manifestarle agradecimiento.
De pronto sintió esa sensación indefinible que se experimenta, aun sin ver, cuando se
tiene alguien detrás. Volvió la cabeza y se levantó. Era él.
Tenía la cabeza descubierta; parecía pálido y delgado. Tenía, bajo un velo de
incomparable dulzura, algo de muerte y de noche. Su rostro estaba iluminado por la
claridad del día que muere y por el pensamiento de un alma que se va.
Cosette no dio ni un grito. Retrocedió lentamente, porque se sentía atraída. El no se
movió. Cosette sentía la mirada de sus ojos, que no podía ver a través de ese velo inefable
y triste que lo rodeaba.
Cosette, al retroceder, encontró un árbol, y se apoyó en él; sin ese árbol se hubiera
caído al suelo. Entonces oyó su voz, aquella voz que nunca había oído, que apenas
sobresalía del susurro de las hojas, y que murmuraba:
-Perdonadme por estar aquí, pero no podía vivir como estaba y he venido. ¿Habéis
leído lo que dejé en ese banco? ¿Me reconocéis? No tengáis miedo de mí. ¿Os acordáis
de aquel día, hace ya mucho tiempo, en que me mirasteis? Fue en el Luxemburgo, cerca
del Gladiador. ¿Y del día que pasasteis cerca de mí? El l6 de junio y el 2 de julio. Va a
hacer un año. Hace mucho tiempo que no os veía. Vivíais en la calle del Oeste, en un
tercer piso; ya veis que lo sé. Yo os seguía. Después habéis desaparecido. Por las noches
vengo aquí. No temáis; nadie me ve; vengo a mirar vuestras ventanas de cerca. Camino
suavemente para que no lo oigáis, porque podríais tener miedo. Sois mi ángel, dejadme
venir; creo que me voy a morir. ¡Si supieseis! ¡Os adoro! Perdonadme; os hablo, y no sé
lo que os digo; os incomodo tal vez. ¿Os incomodo?
-¡Oh, madre mía! -murmuró Cosette. Se le doblaron las piernas como si se muriera.
El la cogió; ella se desmayaba; la tomó en sus brazos, la estrechó sin tener conciencia
de lo que hacía, y la sostuvo temblando. Estaba perdido de amor. Balbuceó:
-¿Me amáis, pues?
Cosette respondió en una voz tan baja, que no era más que un soplo que apenas se oía:
-¡Ya lo sabéis!
Y ocultó su rostro lleno de rubor en el pecho del joven.
No tenían ya palabras. Las estrellas empezaban a brillar. ¿Cómo fue que sus labios se
encontraron? ¿Cómo es que el pájaro canta, que la nieve se funde, que la rosa se abre?
Un beso; eso fue todo.
Los dos se estremecieron, y se miraron en la sombra con ojos brillantes.
No sentían ni el frío de la noche, ni la frialdad de la piedra, ni la humedad de la tierra,
ni la humedad de las hojas; se miraban, y tenían el corazón lleno de pensamientos. Se
habían cogido las manos sin saberlo.
Poco a poco se hablaron. La expansión sucedió al silencio, que es la plenitud. La noche
estaba serena y espléndida por encima de sus cabezas. Aquellos dos seres puros como dos
espíritus, se lo dijeron todo: sus sueños, sus felicidades, sus éxtasis,,sus quimeras, sus
debilidades; cómo se habían adorado de lejos, cómo se habían deseado, y su
desesperación cuando habían cesado de verse. Se confiaron en una intimidad ideal, que
ya nunca sería mayor, lo que tenían de más oculto y secreto.
Cuando se lo dijeron todo, ella reposó su cabeza en el hombro de Marius, y le preguntó:
-¿Cómo os llamáis?
-Yo me llamo Marius. ¿Y vos?
-Yo me llamo Cosette.

Los Miserrables [Cuando Cosette descubre su belleza]

VII
La rosa descubre que es una máquina de guerra
Cosette adoraba a su padre con toda el alma.
Como él no vivía dentro de la casa ni iba al jardín, a ella le gustaba más pasar el día en
el patio de atrás, en esa habitación sencilla, que en el salón lleno de muebles finos.
El le decía a veces, dichoso de que lo importunara:
-¡Ya, ándate a la casa, déjame en paz solo un rato!
Ella solía reprenderlo, como se impone una hija al padre:
-¡Hace tanto frío en vuestra casa! ¿Por qué no ponéis una alfombra y una estufa?
-Niña mía, hay tanta gente mejor que yo que no tiene ni un techo sobre su cabeza.
-¿Entonces por qué yo tengo siempre fuego en la chimenea?
-Porque eres mujer, y eres una niña.
Otra vez le dijo:
-Padre, ¿por qué coméis ese pan tan malo?
-Porque sí, hija mía.
-Entonces, si vos lo coméis, yo también lo comeré.
De modo que para que Cosette no comiera pan negro, Jean Valjean comenzó a comer
pan blanco.
Ella no recordaba a su madre, ni siquiera sabía su nombre, de modo que todo su amor
se volcaba en este padre bondadoso. Y él era dichoso.
Cuando salía con él, la niña se apoyaba en su brazo, orgullosa, feliz. El pobre hombre
se estremecía inundado de una dicha angelical; se decía que esto duraría toda la vida;
pensaba que no había sufrido lo suficiente para merecer tanta felicidad, y agradecía a
Dios en el fondo de su alma por haberle permitido ser amado por este ser inocente.
Un día Cosette se miró por casualidad al espejo, y le pareció que era bonita, lo cual la
turbó mucho, pues había oído decir que era fea. Otra vez, yendo por la calle, le pareció
oír a uno, a quien no pudo ver, que decía detrás de ella: Linda muchacha, pero muy mal
vestida. "¡Bah! -pensó ella-, no lo dice por mí. Yo soy fea, y voy bien vestida." Y no se
miró más al espejo.
Una mañana estaba en el jardín y oyó que Santos decía:
-Señor, ¿no habéis observado qué bonita se va poniendo la señorita?
Cosette subió a su cuarto, corrió al espejo y dio un grito de asombro.
¡Era linda! Su tipo se había formado, su cutis había blanqueado, y sus cabellos
brillaban; un esplendor desconocido se había encendido en sus ojos azules.
Jean Valjean, por su parte, experimentaba una profunda a indefinible opresión en su
corazón.
Era que, en efecto, desde hacía algún tiempo, contemplaba con terror aquella belleza
que se presentaba cada día más esplendorosa. Comprendió que aquello era un cambio en
su vida feliz, tan feliz, que no se atrevía a alterarla en nada por temor a perder algo.
Aquel hombre que había pasado por todas las miserias; que aún estaba sangrando por las
heridas que le había hecho el destino; que había sido casi malvado y que había llegado a
ser casi santo; aquel hombre a quien la ley no había perdonado todavía y que podía en
cualquier momento ser devuelto a la prisión, lo aceptaba todo, lo disculpaba todo, lo
perdonaba todo, lo bendecía todo, tenía benevolencia para todo, y no pedía a la
Providencia, a los hombres, a las leyes, a la sociedad, a la Naturaleza, al mundo, más que
una cosa: ¡que Cosette siguiera amándolo! ¡Que Dios no le impidiese llegar al corazón de
aquella niña y permanecer en él! Si Cosette lo amaba, se sentía sanado, tranquilo, en paz,
recompensado, coronado. Si Cosette lo amaba era feliz; ya no pedía más.
Nunca había sabido lo que era la belleza de una mujer; pero por instinto comprendía
que era una cosa terrible.
Jean Valjean desde el fondo de su fealdad, de su vejez, de su miseria, de su opresión,
miraba asustado aquella belleza que se presentaba cada día más triunfante y soberbia a su
lado, a su vista. Y se decía: "¡Qué hermosa es! ¿Qué va a ser de mí?" En esto estaba la
diferencia entre su ternura y la ternura de una madre; lo que él veía con angustia, lo
habría visto una madre con placer.
No tardaron mucho en manifestarse los primeros síntomas.
Desde el día siguiente a aquel en que Cosette se había dicho: "Parece que soy bonita",
recordó lo que había dicho el transeúnte: "Bonita, pero mal vestida". De inmediato
aprendió la ciencia del sombrero, del vestido, de la bota, de los manguitos, de la tela de
moda, del color que mejor sienta; esa ciencia que hace a la mujer parisiense tan
seductora, tan profundamente peligrosa.
El primer día que Cosette salió con un vestido nuevo y un sombrero de crespón blanco,
se cogió del brazo de Jean Valjean alegre, radiante, sonrosada, orgullosa, esplendorosa.
-Padre -dijo-, ¿cómo me encontráis?
El respondió con una voz semejante a la de un envidioso:
-¡Encantadora!
Desde aquel momento observó que Cosette quería salir siempre y no tenía ya tanta
afición al patio interior; le gustaba más estar en el jardín, y pasearse por delante de la
verja. En esta época fue cuando Marius, después de pasados seis meses, la volvió a ver en
el Luxemburgo.

Los Miserables [Cuando Jean Valjean rescata a Cosette de los Thenardier]

IX
El que busca lo mejor puede hallar lo peor
Luego que el hombre y Cosette se marcharan, Thenardier dejó pasar un cuarto de hora
largo; después llamó a su mujer, y le mostró los mil quinientos francos.
-¡Nada más que eso! -dijo la mujer.
Era la primera vez desde su casamiento, que se atrevía a criticar un acto de su marido.
El golpe fue certero.
-En realidad tienes razón -dijo Thenardier-, soy un imbécil. Dame el sombrero. Los
alcanzaré.
Los encontró a buena distancia del pueblo, a la entrada del bosque.
-Perdonad, señor -dijo respirando apenas-, pero aquí tenéis vuestros mil quinientos
francos.
El hombre alzó los ojos.
-¿Qué significa esto?
Thenardier respondió respetuosamente:
-Señor, esto significa que me vuelvo a quedar con Cosette.
Cosette se estremeció y se estrechó más y más contra el hombre.
-¿Volvéis a quedaros con Cosette?
-Sí, señor -dijo Thenardier-. Lo he pensado bien. Yo, francamente, no tengo derecho a
dárosla. Soy un hombre honrado, ya lo veis. Esa niña no es mía, es de su madre. Su
madre me la confió, y no puedo entregarla más que a ella. Me diréis que la madre ha
muerto. Bueno. En ese caso sólo puedo entregar la niña a una persona que me traiga un
papel firmado por la madre, en el que se me mande entregar la niña a esa persona. Eso
está claro.
El hombre, sin responder, metió la mano en el bolsillo y Thenardier pensó que
aparecería la vieja cartera con más billetes de Banco. Sintió un estremecimiento de
alegría. Abrió el hombre la cartera, sacó de ella, no el paquete de billetes que esperaba
Thenardier, sino un simple papelito que desdobló y presentó abierto al bodegonero,
diciéndole
-Tenéis razón, leed.
Tomó el papel Thenardier, y leyó
"M., 25 de marzo de 1823.
"Señor Thenardier: Entregaréis a Cosette al portador. Se os pagarán todas las pequeñas
deudas. Tengo el honor de enviaros mis respetos. FANTINA".
-¿Conocéis esa firma? -continuó el hombre.
En efecto, era la firma de Fantina. Thenardier la reconoció.
No había nada que replicar.
Thenardier se entregó.
-Esta firma está bastante bien imitada -murmuró entre dientes-. En fin, ¡sea!
Después intentó un esfuerzo desesperado.
-Señor -dijo-, está bien, puesto que sois la persona enviada por la madre. Pero es
preciso pagarme todo lo que se me debe, que no es poco.
El hombre contestó:
-Señor Thenardier, en enero la madre os debía ciento veinte francos; en febrero habéis
recibido trescientos francos, y otros trescientos a principios de marzo. Desde entonces
han pasado nueve meses, que a quince francos, según el precio convenido, son ciento
treinta y cinco francos. Habíais recibido cien francos de más; se os quedaban a deber, por
consiguiente, treinta y cinco francos, y por ellos os acabo de dar mil quinientos.
Sintió entonces Thenardier lo que siente el lobo en el momento en que se ve mordido y
cogido en los dientes de acero del lazo.
-Señor-sin-nombre -dijo resueltamente y dejando esta vez a un lado todo respeto-, me
volveré a quedar con Cosette, o me daréis mil escudos.
El viajero, cogiendo su garrote, dijo tranquilamente:
-Ven, Cosette.
Thenardier notó la enormidad del garrote y la soledad del lugar.
Se internó el desconocido en el bosque con la niña, dejando al tabernero inmóvil y sin
saber qué hacer. Los siguió, pero no pudo impedir que lo viera. El hombre lo miró con
expresión tan sombría que Thenardier juzgó inútil ir más adelante, y se volvió a su casa.