martes, 12 de abril de 2011

Los miserables, [Cuando monseñor compra el alma de Jean Valjean por unos kilos plata]

Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenido se paseaba por el jardín. La
señora Magloire salió corriendo a su encuentro muy agitada.
-Monseñor, monseñor -exclamó-: ¿Sabe Vuestra Grandeza dónde está el canastillo de
los cubiertos?
-Sí -contestó el obispo.
-¡Bendito sea Dios! -dijo ella-. No lo podía encontrar.
El obispo acababa de recoger el canastillo en el jardín, y selto presentó a la señora
Magloire.
Aquí está.
-Sí -dijo ella-; pero vacío. ¿Dónde están los cubiertos?
-¡Ah! -dijo el obispo-. ¿Es la vajilla lo que buscáis? No lo sé.
-¡Gran Dios! ¡La han robado! El hombre de anoche la ha robado.
Y en un momento, con toda su viveza, la señora Magloire corrió al oratorio, entró en la
alcoba, y volvió al lado del obispo.
-¡Monseñor, el hombre se ha escapado! ¡Nos robó la platería!
El obispo permaneció un momento silencioso, alzó después la vista, y dijo a la señora
Magloire con toda dulzura:
-¿Y era nuestra esa platería?
La señora Magloire se quedó sin palabras; y el obispo añadió:
-Señora Magloire; yo retenía injustamente desde hace tiempo esa platería. Pertenecía a
los pobres. ¿Quién es ese hombre? Un pobre, evidentemente.
-¡Ay, Jesús! -dijo la señora Magloire-. No lo digo por mí ni por la señorita, porque a
nosotras nos da lo mismo; lo digo por Vuestra Grandeza. ¿Con qué vais a comer ahora,
monseñor?
El obispo la miró como asombrado.
-Pues, ¿no hay cubiertos de estaño?
La señora Magloire se encogió de hombros.
-El estaño huele mal.
-Entonces de hierro.
La señora Magloire hizo un gesto expresivo:
-El hierro sabe mal.
-Pues bien -dijo el obispo-, cubiertos de palo.
Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado Jean
Valjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notar
alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que murmuraba
sordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera,
para mojar un pedazo de pan en una taza de leche.
-¡A quién se le ocurre -mascullaba la señora Magloire yendo y viniendo- recibir a un
hombre así, y darle cama a su lado!
Cuando ya iban a levantarse de la mesa, golpearon a la puerta.
Adelante -dijo el obispo.
Se abrió con violencia la puerta. Un extraño grupo apareció en el umbral. Tres hombres
traían a otro cogido del cuello. Los tres hombres eran gendarmes. El cuarto era Jean
Valjean. Un cabo que parecía dirigir el grupo se dirigió al obispo haciendo el saludo
militar.
-Monseñor... -dijo.
Al oír esta palabra Jean Valjean, que estaba silencioso y parecía abatido, levantó
estupefacto la cabeza.
-¡Monseñor! -murmuró-. ¡No es el cura!
-Silencio -dijo un gendarme-. Es Su Ilustrísima el señor obispo.
Mientras tanto monseñor Bienvenido se había acercado a ellos.
-¡Ah, habéis regresado! -dijo mirando a Jean Valjean-. Me alegro de veros. Os había
dado también los candeleros, que son de plata, y os pueden valer también doscientos
francos. ¿Por qué no los habéis llevado con vuestros cubiertos?
Jean Valjean abrió los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que no podría
pintar ninguna lengua humana.
-Monseñor -dijo el cabo-. ¿Es verdad entonces lo que decía este hombre? Lo
encontramos como si fuera huyendo, y lo hemos detenido. Tenía esos cubiertos...
-¿Y os ha dicho -interrumpió sonriendo el obispo- que se los había dado un hombre, un
sacerdote anciano en cuya casa había pasado la noche? Ya lo veo. Y lo habéis traído acá.
-Entonces -dijo el gendarme-, ¿podemos dejarlo libre?
-Sin duda -dijo el obispo.
Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.
-¿Es verdad que me dejáis? -dijo con voz casi inarticulada, y como si hablase en
sueños.
-Sí; te dejamos, ¿no lo oyes? -dijo el gendarme.
-Amigo mío -dijo el obispo-, tomad vuestros candeleros antes de iros.
Y fue a la chimenea, cogió los dos candelabros de plata, y se los dio. Las dos mujeres lo
miraban sin hablar una palabra, sin hacer un gesto, sin dirigir una mirada que pudiese
distraer al obispo.
Jean Valjean, temblando de pies a cabeza, tomó los candelabros con aire distraído.
Ahora -dijo el obispo-, id en paz. Y a propósito, cuando volváis, amigo mío, es inútil
que paséis por el jardín. Podéis entrar y salir siempre por la puerta de la calle. Está
cerrada sólo con el picaporte noche y día.
Después volviéndose a los gendarmes, les dijo:
-Señores, podéis retiraros.
Los gendarmes abandonaron la casa.
Parecía que Jean Valjean iba a desmayarse.
El obispo se aproximó a él, y le dijo en voz baja:
-No olvidéis nunca que me habéis prometido emplear este dinero en haceros hombre
honrado.
Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, lo miró alelado. El obispo
continuó con solemnidad:
-Jean Valjean, hermano mío, vos no pertenecéis al mal, sino al bien. Yo compro vuestra
alma; yo la libro de las negras ideas y del espíritu de perdición, y la consagro a Dios.

2 comentarios:

  1. Definitivamente mi libro favorito junto a Cien Años de Soledad y El Rey Transparente.

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