sábado, 16 de abril de 2011

Los Miserables [Mario y Cosette enamorados al fin, luego de más de un año, se hablan]

III
Los viejos desaparecen en el momento oportuno
Cuando llegó la noche, salió Jean Valjean, y Cosette se vistió. Se peinó del modo que le
sentaba mejor y se puso un bonito vestido. ¿Quería salir? No. ¿Esperaba una visita? No.
Al anochecer bajó al jardín. Empezó a pasear bajo los árboles, separando de tanto en
tanto algunas ramas con la mano porque las había muy bajas.
Así llegó al banco. Se sentó, y puso su mano sobre la piedra, como si quisiese
acariciarla y manifestarle agradecimiento.
De pronto sintió esa sensación indefinible que se experimenta, aun sin ver, cuando se
tiene alguien detrás. Volvió la cabeza y se levantó. Era él.
Tenía la cabeza descubierta; parecía pálido y delgado. Tenía, bajo un velo de
incomparable dulzura, algo de muerte y de noche. Su rostro estaba iluminado por la
claridad del día que muere y por el pensamiento de un alma que se va.
Cosette no dio ni un grito. Retrocedió lentamente, porque se sentía atraída. El no se
movió. Cosette sentía la mirada de sus ojos, que no podía ver a través de ese velo inefable
y triste que lo rodeaba.
Cosette, al retroceder, encontró un árbol, y se apoyó en él; sin ese árbol se hubiera
caído al suelo. Entonces oyó su voz, aquella voz que nunca había oído, que apenas
sobresalía del susurro de las hojas, y que murmuraba:
-Perdonadme por estar aquí, pero no podía vivir como estaba y he venido. ¿Habéis
leído lo que dejé en ese banco? ¿Me reconocéis? No tengáis miedo de mí. ¿Os acordáis
de aquel día, hace ya mucho tiempo, en que me mirasteis? Fue en el Luxemburgo, cerca
del Gladiador. ¿Y del día que pasasteis cerca de mí? El l6 de junio y el 2 de julio. Va a
hacer un año. Hace mucho tiempo que no os veía. Vivíais en la calle del Oeste, en un
tercer piso; ya veis que lo sé. Yo os seguía. Después habéis desaparecido. Por las noches
vengo aquí. No temáis; nadie me ve; vengo a mirar vuestras ventanas de cerca. Camino
suavemente para que no lo oigáis, porque podríais tener miedo. Sois mi ángel, dejadme
venir; creo que me voy a morir. ¡Si supieseis! ¡Os adoro! Perdonadme; os hablo, y no sé
lo que os digo; os incomodo tal vez. ¿Os incomodo?
-¡Oh, madre mía! -murmuró Cosette. Se le doblaron las piernas como si se muriera.
El la cogió; ella se desmayaba; la tomó en sus brazos, la estrechó sin tener conciencia
de lo que hacía, y la sostuvo temblando. Estaba perdido de amor. Balbuceó:
-¿Me amáis, pues?
Cosette respondió en una voz tan baja, que no era más que un soplo que apenas se oía:
-¡Ya lo sabéis!
Y ocultó su rostro lleno de rubor en el pecho del joven.
No tenían ya palabras. Las estrellas empezaban a brillar. ¿Cómo fue que sus labios se
encontraron? ¿Cómo es que el pájaro canta, que la nieve se funde, que la rosa se abre?
Un beso; eso fue todo.
Los dos se estremecieron, y se miraron en la sombra con ojos brillantes.
No sentían ni el frío de la noche, ni la frialdad de la piedra, ni la humedad de la tierra,
ni la humedad de las hojas; se miraban, y tenían el corazón lleno de pensamientos. Se
habían cogido las manos sin saberlo.
Poco a poco se hablaron. La expansión sucedió al silencio, que es la plenitud. La noche
estaba serena y espléndida por encima de sus cabezas. Aquellos dos seres puros como dos
espíritus, se lo dijeron todo: sus sueños, sus felicidades, sus éxtasis,,sus quimeras, sus
debilidades; cómo se habían adorado de lejos, cómo se habían deseado, y su
desesperación cuando habían cesado de verse. Se confiaron en una intimidad ideal, que
ya nunca sería mayor, lo que tenían de más oculto y secreto.
Cuando se lo dijeron todo, ella reposó su cabeza en el hombro de Marius, y le preguntó:
-¿Cómo os llamáis?
-Yo me llamo Marius. ¿Y vos?
-Yo me llamo Cosette.

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