viernes, 25 de julio de 2014

Mi «grave psicosis con los correos colectivos y los saludos navideños».

Dos días después
Asunto: Feliz Navidad

¿Sabes lo que te digo, querida Emmi? Que hoy alteraré nuestras costumbres y te contaré algo de mi vida. Ella se llamaba Marlene. Hasta hace tres meses habría escrito: se llama Marlene. Hoy, se llamaba. Después de cinco años de presente sin futuro, por fin me he resignado al pretérito imperfecto. Te ahorraré los detalles de nuestra relación. Lo mejor de todo siempre era volver a empezar. Como a los dos nos apasionaba tanto volver a empezar, lo hacíamos cada dos meses. Cada uno era para el otro «el gran amor de su vida», pero nunca cuando estábamos juntos, sólo mientras nos esforzábamos por volver a estarlo.

Hasta que en otoño las cosas pasaron de castaño oscuro. Había encontrado a otro, uno con el que podía imaginarse conviviendo, y no solamente volviendo a empezar (a pesar de que él era piloto de una aerolínea española, pero, claro, eso no importaba). Cuando me enteré, me sentí de pronto más seguro que nunca de que Marlene era «la mujer de mi vida» y de que debía hacer todo lo posible por no perderla para siempre.
Durante semanas hice todo lo posible y un poco más. (Será mejor que esos detalles también te los ahorre.) Ella realmente estuvo a punto de darme y de darnos una última oportunidad: Navidad en París. Mi intención —ríete si quieres, Emmi— era hacerle allí una propuesta de matrimonio. ¡Qué imbécil! Antes de que nos fuéramos, quiso esperar a que volviera el «español» para decirle la verdad sobre mí y sobre París. Se lo debía, dijo. Yo tenía un mal presentimiento, qué digo un mal presentimiento, se me atragantaba un Airbus español cuando pensaba en Marlene y en ese piloto. Eso fue el 19 de diciembre.

Por la tarde recibí un e-mail, ni siquiera una llamada, un catastrófico e-mail suyo que decía: «Leo, es imposible, no puedo, París no sería más que una nueva mentira. Perdóname, por favor». O algo por el estilo. (No, algo por el estilo no, ponía eso textualmente.) Le contesté en el acto: «Marlene, quiero casarme contigo. Estoy completamente decidido. Quiero estar siempre a tu lado. Ahora sé que puedo. Somos tal para cual. Confía en mí una última vez. Hablemos de todo en París. Di que sí a París, por favor». Luego esperé su respuesta. Una hora, dos horas, tres horas. Entretanto hablaba cada veinte minutos con su buzón de voz sordomudo, releía viejas cartas de amor guardadas en el ordenador, miraba nuestras fotos de amor digitales, todas ellas tomadas durante nuestros incontables viajes de reconciliación. Y después volvía a clavar los ojos en la pantalla como un poseído. De ese breve y cruel sonido que avisa cuando llega un mensaje nuevo, de ese irrisorio sobrecito de la barra de tareas, dependía mi vida con Marlene: desde mi punto de vista de entonces, mi futuro.

Me fijé como plazo máximo para sufrir las nueve de la noche. Si a esa hora Marlene aún no había dado señales de vida, París y, por ende, la que tal vez sería nuestra última oportunidad se habrían extinguido. Eran las 20.57. De repente: un sonido, un sobrecito (una descarga de corriente, un ataque al corazón), un mensaje. Cierro los ojos unos segundos, reúno los miserables despojos de mi pensamiento positivo, me concentro en el mensaje anhelado, en la respuesta afirmativa de Marlene, en París de a dos, en una vida para siempre con ella. Abro los ojos, abro el mensaje. ¿Y qué leo?: «Feliz Navidad y un próspero año nuevo les desea Emmi Rothner».

Eso es todo sobre mi «grave psicosis con los correos colectivos y los saludos navideños».

Buenas noches,
Leo

Extracto de "Contra el viento del norte" de Daniel Glattauer

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