La identidad sexual no es la expresión instintiva de la verdad prediscursiva de la carne, sino un efecto de reinscripción de las prácticas de género en el cuerpo. El problema del llamado feminismo constructivista es haber hecho del cuerpo-sexo una materia informe a la que el género vendría a dar forma y significado dependiendo de la cultura o del momento histórico. El género no es simplemente performativo (es decir, un efecto de las prácticas culturales lingüístico-discursivas) como habría querido Judith Butler.
El género es ante todo prostético, es decir, no se da sino en la materialidad de los cuerpos. Es puramente construido y al mismo tiempo enteramente orgánico. Escapa a las falsas dicotomías metafísicas entre el cuerpo y el alma, la forma y la materia. El género se parece al dildo. Porque los dos pasan de la imitación. Su plasticidad carnal desestabiliza la distinción entre lo imitado y el imitador, entre la verdad y la representación de la verdad, entre la referencia y el referente, entre la naturaleza y el artificio, entre los órganos sexuales y las prácticas del sexo. El género podría resultar una tecnología sofisticada que fabrica cuerpos sexuales.
Es este mecanismo de producción sexo-prostético el que confiere a los géneros femenino y masculino su carácter sexual-real-natural. Pero, como para toda máquina, el fallo es constitutivo de la máquina heterosexual. Dado que lo que se invoca como «real masculino» y «real femenino» no existe, toda aproximación imperfecta se debe renaturalizar en beneficio del sistema, y todo accidente sistemático (homosexualidad, bisexualidad, transexualidad...) debe operar como excepción perversa que confirma la regularidad de la naturaleza.
Extracto de "Manifiesto Contrasexual" de Beatriz Preciado
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