sábado, 12 de abril de 2014

A menudo me preguntaba de dónde vendría el principio de la vida.

" A menudo me preguntaba de dónde vendría el principio de la vida. Era una, pregunta osada, ya que siempre se ha considerado un misterio. Sin embargo, ¡cuántas cosas estamos a punto de descubrir si la cobardía y la dejadez no entorpecieran nuestra curiosidad! Reflexionaba mucho sobre todo ello, y había decidido dedicarme preferentemente a aquellas ramas de la filosofía natural vinculadas a la fisiología. De no haberme visto animado por un entusiasmo casi sobrehumano, esta clase de estudios me hubieran resultado tediosos y casi intolerables. Para examinar los orígenes de la vida debemos primero conocer la muerte. Me familiaricé con la anatomía, pero esto no era suficiente. Tuve también que observar la descomposición natural y la corrupción del cuerpo humano. Al educarme, mi padre se había esforzado para que no me atemorizaran los horrores sobrenaturales. No recuerdo haber temblado ante relatos de supersticiones o temido la aparición de espíritus. La oscuridad no me afectaba la imaginación, y los cementerios no eran para mí otra cosa que el lugar donde yacían los cuerpos desprovistos de vida, que tras poseer fuerza y belleza ahora eran pasto de los gusanos. Ahora me veía obligado a investigar el curso y el proceso de esta descomposición y a pasar días y noches en osarios y panteones. Los objetos que más repugnan a la delicadeza de los sentimientos humanos atraían toda mi atención. Vi cómo se marchitaba y acababa por perderse la belleza; cómo la corrupción de la muerte reemplazaba la mejilla encendida; cómo los prodigios del ojo y del cerebro eran la herencia del gusano. Me detuve a examinar v analizar todas las minucias que componen el origen, demostradas en la transformación de lo vivo en lo muerto y de lo muerto en lo vivo. De pronto, una luz surgió de entre estas tinieblas; una luz tan brillante y asombrosa, y a la vez tan sencilla, que, si bien me cegaba con las perspectivas que abría, me sorprendió que fuera yo, de entre todos los genios que habían dedicado sus esfuerzos a la misma ciencia, el destinado a descubrir tan extraordinario secreto. (...)

Fragmento de "Frankenstein o el moderno Prometeo" de Mary Shelley

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