lunes, 16 de julio de 2012

Cantando sobre los huesos II


Aunque entonces no la llamaba con este nombre, mi amor por la Mujer Salvaje nació cuando era una niña. Más que una atleta, yo era una esteta y mi único deseo era ser una caminante extasiada. En lugar de las sillas y las mesas, prefería la tierra, los árboles y las cuevas, pues sentía que en aquellos lugares podía apoyarme contra la mejilla de Dios. 

El río siempre pedía que lo visitaran después del anochecer, los campos ne-cesitaban que alguien los recorriera para poder expresarse en susurros. Las hogueras necesitaban que las encendieran de noche en el bosque y las historias necesitaban que las contaran fuera del alcance del oído de los mayores. 

Tuve la suerte de criarme en medio de la Naturaleza. Allí los rayos me en-señaron lo que era la muerte repentina y la evanescencia de la vida. Las crías de los ratones me enseñaron que la muerte se mitigaba con la nueva vida. Cuando desenterré unos "abalorios indios", es decir, fósiles sepultados en la greda, com-prendí que la presencia de los seres humanos se remontaba a muchísimo tiempo atrás. Aprendí el sagrado arte del adorno personal engalanándome la cabeza con mariposas, utilizando las luciérnagas como alhajas nocturnas y las ranas verde esmeralda como pulseras. 

Una madre loba mató a uno de sus cachorros mortalmente herido; así me enseñó la dura compasión y la necesidad de permitir que la muerte llegue a los moribundos. Las peludas orugas que caían de las ramas y volvían a subir con esfuerzo me enseñaron la virtud de la perseverancia, y su cosquilleo sobre mi brazo me enseñó cómo cobra vida la piel. El hecho de trepar a las copas de los árboles me reveló la sensación que el sexo me haría experimentar más adelante. 


Clarissa Pinkola Estés en "Mujeres que corren con los lobos", (Introducción: Cantando sobre los huesos). 

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