martes, 14 de octubre de 2014

Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!

" —¡Muy bien! Al mediodía se me ocurrió cerrar la radio pulsera en la calle. Una voz aguda me gritaba: "Encuesta popular número nueve. ¿Qué almuerza usted?" En ese mismo momento, ¡se acabó la radio pulsera!
—¿Se sintió mejor aún, eh?
—¡Cada vez mejor! —Brock se frotó las manos—. ¿Por qué no iniciar, pensé, una revolución solitaria, liberando al hombre de ciertas "conveniencias"? "¿Conveniente para quién?" grité. Conveniente para los amigos. "Eh, Al, te llamo desde el bar de Green Hills. Acabo de abrir una botella de whisky, Al. Hermoso día. Ahora estoy tomando unos tragos. ¡Pensé que te gustaría saberlo, Al!" Conveniente para mi oficina, de modo que cuando ando trabajando en mi coche, la radio no pierde el contacto conmigo. ¡Contacto! Palabra tímida. Contacto, demonios. ¡Estrujamiento. Manoseo, mejor. Aporreo y masajeo. Uno no puede dejar el coche sin avisar: "Me he detenido en la estación de gasolina para ir al cuarto de baño." "Muy bien, Brock, ¡rápido!" "Brock, ¿por qué tarda tanto?" "Lo siento, señor." "Que no se repita, Brock." "¡No, señor!" ¿Sabe usted que hice, doctor? Compré un cuarto kilo de helado de chocolate y lo eché en el transmisor de radio del coche.
—¿Tuvo alguna razón especial para echar en el aparato helado de chocolate?
Brock pensó un momento y sonrió.
—Es mi helado favorito.
—Ah —dijo el doctor.
—Pensé, demonios, lo que es bueno para mí es bueno también para el transmisor.
—¿Y por qué echar helado en la radio?
—Hacía calor.
El doctor calló un momento.
—¿Y qué vino luego?
—Luego vino el silencio. Dios, era hermoso. Aquella radio del auto cocleando todo el día. Brock, venga aquí, Brock, vaya allá, Brock, llame, Brock, escuche, muy bien, Brock, hora de almorzar, Brock, ha terminado el almuerzo, Brock, Brock, Brock, Brock. Bueno, aquel silencio fue como si me hubiese echado helado en las orejas.
—Parece que le gusta mucho el helado.
—Me paseé en el auto disfrutando del silencio. Es la franela más blanda y suave del mundo. El silencio. Una hora entera de silencio. Yo paseaba en el coche, sonriendo, sintiendo aquella franela en mis oídos. ¡Me emborraché de libertad!
—Continúe.
—Entonces se me ocurrió lo de la máquina portátil de diatermia. Alquilé una, y aquella noche subí con ella al ómnibus que me llevaría a casa.
Todos los viajeros hablaban con sus mujeres por la radio pulsera diciendo: "Ahora estoy en la calle Cuarenta y tres, ahora en la Cuarenta y cuatro, aquí estoy en la Cuarenta y nueve, ahora doblamos en la Sesenta y una." Un marido maldecía: "Bueno, sal de ese bar, maldita sea y vete a casa a preparar la cena. ¡Estoy en la Setenta!" Y una radio de transistores tocaba Cuentos de los bosques de Viena, y un canario cantaba una canción acerca de una sopa de cereales. En ese momento ¡encendí mi aparato de diatermia! ¡Estática! ¡Interferencia! Todas las mujeres separadas de los maridos que habían acabado una dura jornada en la oficina. ¡Todos los maridos separados de sus mujeres que acababan de ver cómo sus chicos rompían una ventana! Talé los Bosques De Viena. El canario se atragantó. ¡Silencio! Un terrible, inesperado silencio. Los pasajeros del ómnibus tuvieron que afrontar la posibilidad de conversar entre ellos. ¡El pánico! ¡Un pánico puro y animal!"

Extracto del cuento "El asesino" del libro "Las doradas manzanas del sol" de Ray Bradbury

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