sábado, 10 de noviembre de 2012

Necesidad

Cuando murió mi madre, sólo yo sé cómo la quería, a pesar de que no era entonces más que una niña, creí ahogarme de dolor y corrí hacia él y me agarré a su chaqueta y quería gritar, pero no podía, porque todo en mí se había paralizado… y… y entonces… recuerdo… me miró sonriendo, me besó en la frente y me pasó suavemente la mano sobre los ojos; y desde aquel instante hasta hoy todo dolor por haber perdido a mi madre ha sido como arrancado de mí. No pude verter ni una sola lágrima cuando la enterraron; veía el sol como la mano acariciadora de Dios en el cielo y me asombraba de por qué lloraban los hombres. Mi padre iba tras el féretro a mi lado, y cada vez que yo miraba hacia arriba, me sonreía en silencio, y sentía cómo la gente se asombraba al verlo. -¿Es usted feliz, Miriam, totalmente feliz? ¿No hay nada terrible para usted en la idea de tener como padre a un ser que está por encima de toda la humanidad? -le pregunté suavemente.
- Paso mi vida como en un sueño bienaventurado. Cuando hace un momento me ha preguntado, señor Pernath, si no tenía preocupaciones y por qué vivíamos aquí, he estado a punto de echarme a reír. ¿Es hermosa la naturaleza? Bueno, los árboles son verdes y el cielo azul, pero todo esto me lo puedo imaginar aún mucho más bello cuando cierro los ojos. ¿He de estar para verlos sentada en un prado? ¿Esa gran cantidad de pequeñas necesidades… y… y el hombre? Todo eso está mil veces superado por la confianza y la espera. -¿La espera? -pregunté asombrado.
- La espera de un milagro. ¿No lo sabe usted? ¿No? Entonces es usted un hombre muy, muy pobre. ¡Tan pocos creen en él! Mire, éste es también motivo de que no salga nunca, de que no me trate con nadie. Antes tuve, naturalmente, un par de amigas, judías, por supuesto, como yo, pero nunca hablábamos de lo mismo; ellas no me entendían a mí y yo no las entendía a ellas. Cuando yo hablaba de milagros, al principio creían que lo hacía en broma, pero cuando se dieron cuenta de lo serio que era para mí y de que yo no entendía por milagro lo que los alemanes con sus lentes entienden por «el crecimiento normal de la hierba y cosas por el estilo», sino más bien todo lo contrario, hubieran querido pensar que estaba loca, pero sabía cómo defenderme porque soy bastante ágil de pensamiento, había aprendido hebreo y arameo y puedo leer el Targumin y el Midraschim y otras cosas por el estilo de poca importancia.
Por último encontraron una palabra que ya no significaba nada: me llamaban «excéntrica».
Cuando les quería explicar que lo importante, lo esencial para mí en la Biblia y en las otras escrituras sagradas era el milagro y sólo el milagro, y no las normas de ética y moral, que no pueden ser más que caminos ocultos para llegar al verdadero milagro, sólo sabían responderme con lugares comunes, pues temían confesar que lo único que creían de las escrituras religiosas podía estar exactamente igual en los libros de leyes civiles.
Sólo oír la palabra «milagro» les resultaba incómodo, desagradable. Decían que se les abría la tierra debajo de los pies. ¡Como si pudiera haber algo mejor que perder la tierra debajo de los pies!
En cierta ocasión oí decir a mi padre que el mundo está aquí para que nosotros nos lo imaginemos roto, que es entonces cuando empieza la vida. Yo no sé a qué se refería con la «vida», pero a veces siento que un día me «despertaré». Aunque no puedo imaginarme en qué estado despertaré. Siempre pienso que lo precederán esos milagros.
«¿Has visto ya algunos puesto que continuamente los esperas?», me preguntaban con frecuencia mis amigas y, cuando lo negaba, de repente se ponían contentas, seguras de su triunfo. Dígame, maestro Pernath, ¿puede usted comprender esos corazones? Yo no les quería confiar que yo sí he vivido milagros -los ojos de Miriam brillaban-, aunque terriblemente pequeños.
Sentí que lágrimas de alegría entorpecían sus palabras en la garganta. … Pero usted me comprenderá: a menudo, semanas, incluso meses -Miriam hablaba muy suavemente-, hemos vivido sólo de milagros. Cuando ya no había más pan en casa, ni un solo bocado, pensaba: ¡Ahora ha llegado la hora! Me quedaba aquí sentada… y esperaba y esperaba hasta que los latidos de mi corazón no me dejaran respirar. Y… y de repente, cuando se me ocurría, salía por las calles de un lado para otro, tan rápida como podía, para volver a casa a tiempo, antes de que volviese mi padre. Y… y siempre encontraba dinero, una veces más, otras menos, pero siempre lo suficiente para poder comprar lo rnás necesario. A veces encontraba un florín tirado en medio de la calle, lo veía brillar desde lejos y la gente lo pisaba, resbalaba por encima, pero nadie se daba cuenta.
Esto me daba demasiado valor, tanto que no salía directamente, sino que buscaba a mi alrededor, en la cocina, como un niño, para ver si no había caído dinero o pan del cielo.
Me pasó una idea por la cabeza y tuve que sonreír divertido.
Ella lo notó.
- No se ría, señor Pernath -rogó-. Créame, sé que los milagros crecerán y que un día… La tranquilicé: -¡Pero si no me río, Miriam! ¡Qué piensa usted! Soy infinitamente feliz de que no sea como los demás que, tras cada acción, miran y buscan las causas acostumbradas, cuando (en tales casos nosotros siempre: ¡Gracias a Dios!) ocurre de otra forma. Me alargó la mano: -¿Verdad, señor Pernath, que no volverá a decir que me quiere, o nos quiere ayudar?
Ahora que ya lo sabe, ¿se da cuenta de que, si lo hiciera, me robaría la posibilidad de vivir un milagro?

Fragmento de "El Golem" de Gustav Meyrink

No hay comentarios:

Publicar un comentario