domingo, 11 de noviembre de 2012

Torquemada

Torquemada (a quien el papa Sixto IV nombró Inquisidor General de España por recomendación de los Reyes Católicos pues era el confesor de la reina) en sus once años de servicio a la causa del Crucificado, entre herejes, apóstatas, brujas, bígamos, usureros, judíos, moros y cristianos condenó a ciento catorce mil a variadas penas y quemó a diez mil. Era un santo: no comía carne, ayunaba, no se ayuntaba y sólo tenía en su palacio doscientos cincuenta sirvientes de a pie y cincuenta de a caballo. Torturado por la represión sexual que a sí mismo se imponía, fue un torturador infeliz. No reía. Su ceño adusto nunca se distendía. Y si alguna vez involuntariamente eyaculaba (in vacuo, en la sotana) era por culpa de los malditos cuerpos desnudos de sus víctimas que tenía que ver y palpar para buscarles en sus pliegues íntimos el sigillum diaboli o marca de Satanás: un lunar negro con pelos. (En estas eyaculaciones involuntarias por más líquido germinal que se pierda no hay pecado, ¿eh?, para que no me vayan a salir ahora con la Suma teológica del gordo Aquino.) Ya Tomás de Torquemada, el inquisidor por antonomasia, el dominico prototipo, ha dejado su palacio y sus inquisiciones y ascendido al cielo donde hoy, en estos momentos en que escribo, entre ángeles, arcángeles, querubines y serafines canta en los coros celestiales y goza de la presencia ininterrumpida de Cristo. Beatus ille.

Fragmento de "La Puta de Babilonia" de Fernando Vallejo.

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