sábado, 10 de noviembre de 2012

Domini canes

Dotados por Gregorio IX de su novedoso principio jurídico del inocente culpable, y del más variado instrumental de tortura y misericordia que para salvar almas les permitía asfixiar, quebrar huesos y quemar vivo al prójimo aunque sin derramar sangre, los secuaces de Domingo de Guzmán se entregaron entonces a su obra pía de mentir, calumniar, torturar, expropiar, robar y matar que los mantuvo ocupados cinco siglos. Domini canes los llamaban: "perros del Señor". De testa rapada, orejas alertas, ojos vigilantes, belfos lujuriosos, dientes filudos y las patas al aire enfundadas en sandalias de las que se asoman dedos sarmentosos y con garras, los Domini canes visten hábito blanco con mantón y capuchón negros, y llevan por cinturón un burdo lazo o soga que también les puede servir, en caso de apuro, para ahorcar. De la ingle les cuelga un pene y del cinturón un rosario; el pene no los deja vivir, el rosario los entretiene. Las pinturas antiguas nos los representan enarbolando un crucifijo con facies de enajenados. ¡Qué va! Son mansos como el tigre de Bengala. Pero ay, no es fácil verlos, quedan pocos, son especie en extinción. En la lucha por la supervivencia sus feroces competidores los jesuitas (a los que en años recientes se han venido a sumar los nuevos grandes cazadores de herencias del Opus Dei) los han venido exterminando. La selección natural, que es implacable como la Inquisición, no perdona.
Procedían así: llevaban a una ciudad o pueblo y publicaban un bando dando un período de gracia (digamos una semana) para que los herejes del lugar confesaran voluntariamente a cambio de un castigo benigno. Y se sentaban en sus culos a esperar. A veces no llegaba ni uno, pero otras veces, como en Tolón, se presentaban diez mil, y entonces los pobres notarios al servicio de los Domini canes no se daban abasto con tanto hereje confesando. ¿Pero qué confesaban? Lo más que se pudiera, pues ¡ay del que se quedara corto en su confesión, más le valía no haber nacido por el canal delantero de su madre! Delatores anónimos protegidos por las sombras de la noche se acercaban a los inquisidores a denunciar. ¿Pero a quién denunciaban?
Al que envidiaban u odiaban o cuyos bienes codiciaban, pues de lo confiscado algo les tocaba, siendo la parte mayor, claro, para el papa: así Nicolás III amasó una fortuna. El sistema de la delación anónima les producía a los inquisidores tales cosechas de herejes para la hoguera que se empezó a acabar la leña de Europa.

Fragmento de "La Puta de Babilonia" de Fernando Vallejo.

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