sábado, 10 de noviembre de 2012

La primera cruzada

La primera cruzada la lanzó Urbano II (de soltero Oddone di Chatillon), un sobornador y bellaco de calibre menor pero que, plagiando a Mahoma quinientos años después de que la ideara este asesino, introdujo en Occidente la jihad o guerra santa, con la concomitante promesa del cielo para los que murieran en ella. Y he aquí el origen del gran negocio de las indulgencias que aunado a la venta de reliquias tan provechoso habría de serle a la Puta en los siglos venideros. Vendían astillas de la cruz de Cristo, púas de la corona de espinas, plumas del arcángel San Gabriel, prepucios del niño Jesús, sangre menstrual de la Virgen. Lanzada por Urbano desde ClermontFerrand en el corazón de Francia al grito de Deus vult (Dios lo quiere), que congregó una turba de cazadores de indulgencias provenientes de media Europa, y predicada por Pedro el Ermitaño (quien exhibía una carta de apoyo que Dios le había mandado a través de Cristo), Walter el Menesteroso y otros monjes vesánicos, esta primera cruzada fue un éxito de principio a fin. ¡Corrió sangre! Antes de salir de Europa rumbo a Tierra Santa, y a modo de calentamiento, las huestes del Crucificado se entrenaron matando judíos. Una turba guiada por Emich de Leisingen (al que le apareció milagrosamente una cruz en el pecho) quemó a los de Mainz y de Worms. Y otras guiadas por los curas Volkmar y Gottschalk masacraron a los de Praga y a los de Regensburg. Por Hungría, Yugoslavia y Bulgaria, países cristianos, pasó la horda vándala devastando campos y ciudades. En Zemum Pedro el Ermitaño mató a cuatro mil cristianos y luego quemó Belgrado. Y todo con la bendición de los obispos acompañantes. Una vez en Asia Menor, iban decapitando infieles por donde pasaban para después lanzar sus cabezas por sobre las murallas de las ciudades que sitiaban (como Nicea, Antioquía y Tiro) con el fin de desmoralizar a sus defensores, que les contestaban catapultándoles las cabezas de sus conciudadanos cristianos. Pero el apoteosis del horror fue en Jerusalén. A los sarracenos los torturaban durante días, los obligaban a saltar de las torres, los flechaban, los decapitaban. A los judíos que se refugiaron en la sinagoga los quemaron vivos. "Y en el templo de Salomón escribe el cronista Raymond de Aguilers la sangre les llegaba a los caballos hasta las bridas, justo y maravilloso castigo de Dios a los infieles". Los cadáveres de infieles y caballos se apilaban en las calles entre cabezas, manos y pies cercenados. Dos semanas antes de que los cruzados tomaran a Jerusalén murió Urbano, de suerte que no alcanzó a recibir la noticia. Dios, que es malo hasta con sus esbirros, lo privó de ese placer.

Fragmento de "La Puta de Babilonia" de Fernando Vallejo.

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