sábado, 10 de noviembre de 2012

I

La inicial no estaba pegada al pergamino, como había visto hasta entonces en los libros antiguos, sino que parecía formarse de dos delgadas placas de oro soldadas en el centro y las dos puntas sujetas daban la vuelta a los márgenes del pergamino.
En el lugar de la inicial, ¿habría un agujero en la hoja?
Si así era, en la otra cara, ¿debería estar la «I» al revés?
Volví la página y vi confirmada mi suposición.
Sin querer leí también esta página y la siguiente.
Y seguí leyendo y leyendo.
El libro me hablaba, como en sueños, sólo que con mucha más claridad. Y afectaba a mi corazón como una pregunta.
De una boca invisible fluían palabras, revivían y venían hacia mí. Se volvían y cambiaban ante mí, como esclavas vestidas de colores, y después caían al suelo o desaparecían como el vapor irisante en el aire y hacían sitio a la siguiente. Cada una tenía, durante un momento, la esperanza de que yo la eligiera y renunciara a ver la que llegaba por detrás.
Había algunas entre ellas que aparecían vanidosas como pavos, con preciosos vestidos y cuyos pasos eran lentos y medidos.
Otras, como reinas, aunque envejecidas y desgastadas, con los párpados pintados, con un gesto de doncella en la boca y cubiertas las arrugas con una pintura horrible.
Yo dejaba correr mi vista sobre ellas hacia la siguiente y mi mirada pasó sobre largas filas de rostros y figuras grises, tan vulgares y sin expresión, que parecía imposible grabarlas en la memoria.
Trajeron entonces a rastras a una mujer, totalmente desnuda y tan gigantesca como un legendario coloso de hierro.
La mujer se paró un segundo ante mí y se inclinó hacia mí.
Sus pestañas eran tan largas como todo mi cuerpo y señaló, muda, el pulso de su mano izquierda.
Sonaba como un terremoto y sentí que en ella estaba la vida del mundo entero.
Desde lejos vino deprisa una procesión de coribantes.
Un hombre y una mujer se abrazaron. Los vi venir desde lejos y la fila se acercaba cada vez más con un ruido ensordecedor.
Entonces oí la vibrante canción de las estáticas muy cerca de mí y mis ojos buscaron a la pareja abrazada.
Pero ésta se había convertido en una sola figura y estaba sentada, medio masculina, medio femenina -un hermafrodita-, en un trono de nácar.
Y la corona del hermafrodita acababa en una tablilla de madera roja, en la que el gusano de la destrucción había roído misteriosas runas.
Detrás, envuelto en una nube de polvo, se acercaba trotando un rebaño de ovejas pequeñas y ciegas: los animales que, como alimento, llevaban al gigante hermafrodita en su séquito para mantener a su grupo de coribantes.
A veces, entre las figuras que surgían de la invisible boca, había algunas que venían de las tumbas, un paño cubriendo su cara.
Y se paraban ante mí y dejaban caer bruscamente sus velos y miraban fijamente con ojos rapaces mi corazón, de tal forma que un terror helado me subía a la cabeza y la sangre se me estancaba como un río ante las rocas que caen del cielo, en medio de su lecho.
Una mujer pasó volando ante mí. No vi su rostro, pues ella lo retiró; llevaba un abrigo de lágrimas, fluyendo.
Cabalgatas de máscaras pasaban bailando y riendo sin preocuparse de mí.
Sólo un pierrot se vuelve pensativo y regresa hacia donde yo estaba. Se planta ante mí y se mira en mi cara como si fuera un espejo.
Hace gestos tan raros, levantando y moviendo sus brazos -unas veces con recelo, otras con rapidez-, que se apodera de mí un fantasmagórico deseo de imitarlo, de guiñar los ojos como él, encoger los hombros y hacer gestos con la boca.
Pero otras figuras que vienen por detrás lo empujan impacientes a un lado, pues todas quieren llegar a verme.
Pero ninguno de estos seres tiene consistencia.
Son perlas resbaladizas, ensartadas en un hilo de seda, notas de una melodía que fluyen de la boca invisible.
Ya no era un libro lo que me hablaba. Era una voz. Una voz que quería algo de mí, que yo no entendía por mucho que me esforzara.
Que me atormentaba con preguntas ardientes e incomprensibles.
Pero la voz que pronunciaba estas palabras materializadas era una voz muerta y sin eco.
Cada nota que suena en el mundo presente tiene sombra grande y otras pequeñas, pero esta voz ya no tiene ecos: hace ya mucho, mucho tiempo que se han apagado y desaparecido.
Había leído el libro hasta el final, y todavía lo sostenía entre las manos, cuando tuve la sensación de que había estado hojeando y buscando en mi mente y no en sus páginas.

Fragmento de "El Golem" de Gustav Meyrink

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