sábado, 10 de noviembre de 2012

Despierto

Antes era esclavo de una horda de impresiones y visiones fantásticas que a menudo no conocía; ideas o sentimientos que, de repente, me hacían sentir como rey y señor en mi propio reino.
Problemas de cálculo que antes sólo hubiera podido solucionar con gran esfuerzo y sobre el papel, se reunían de una vez en mi cabeza dándome el resultado como en un juego. Todo ello con la ayuda de una nueva capacidad, que se había despertado en mí, de ver y retener precisamente lo que necesitaba: números, formas, figuras o colores. Para cuestiones que no se podían resolver con este sistema -problemas filosóficos y otros similares-, esta visión interior era sustituida por el oído, en el que Schemajah Hillel hacía de narrador.
Realicé descubrimientos extrañísimos.
Las cosas que sin prestar atención había dejado pasar en mil ocasiones de mi vida, como simples palabras en mis oídos, estaban ahora repletas de valor en mis fibras más internas: lo que había aprendido «de memoria» lo «comprendía» ahora de golpe como mi «propiedad». Los misterios de la formación de las palabras que nunca imaginé, estaban ahora desnudos ante mí.
La humanidad con sus «saltos» ideales que me había tratado despectivamente, con gesto noble de comerciante íntegro, el pecho cubierto de las condecoraciones condecoraciones del pathos -se quitaba ahora humildemente la máscara caricaturesca y pedía excusas por no ser más que un mendigo y aun así el instrumento para… una estafa todavía más descarada. ¿Acaso no sigo soñando? ¿Acaso no he hablado siquiera con Hillel?
Alargué la mano hacia el sillón que estaba junto a mi cama.
Exacto: todavía estaba allí la vela que me había dado Schemajah; me acurruqué de nuevo entre las almohadas, feliz como un niño que en la noche de Navidad se ha convencido de que existe y tiene cuerpo el maravilloso títere.
Me sentí como un perro de caza en la espesura de los enigmas espirituales que me rodeaban.
Primero intenté volver al punto de mi vida hasta el que llegaban mis recuerdos. Desde allí, creí que me seria posible ver esa parte de mi existencia que me había sumido en la oscuridad, por un extraño designio del destino.
Pero por más que me esforzara no llegaba, hace tiempo, más allá que al triste patio de nuestra casa, observando, a través del arco de la puerta, la cambalachería de Aaron Wassertrum: como si yo llevase un siglo viviendo en esta casa como tallador de piedras preciosas, siempre con la misma edad, y sin haber sido nunca un niño.
Desesperanzado, iba ya a renunciar a seguir gateando por los pasillos del pasado, cuando de pronto comprendí con absoluta claridad que, si bien la ancha avenida de los acontecimientos acababa en mi memoria en el gran portal, no acababan ahí en cambio una gran cantidad de pequeños escalones que, a pesar de haber corrido siempre paralelos al camino principal, no había notado hasta ahora. «¿De dónde vienen», me gritaba casi en los oídos, «los conocimientos gracias a los que puedes ganarte la vida? ¿Quién te ha enseñado a tallar las gemas, a grabar y todo lo demás? ¿Leer, escribir, hablar… y comer… y caminar, respirar, pensar y sentir?»
Inmediatamente acepté este consejo interior. Retrocedí sistemáticamente en mi pasado.
Me obligué a mí mismo a pensar en una ininterrumpida sucesión en sentido inverso. ¿Qué ha pasado ahora mismo? ¿Cuál ha sido el punto de partida de esto? ¿Qué ha pasado antes?
De nuevo había llegado al portal. ¡Ahora, ahora! Sólo había que realizar un pequeño salto en el vacío, al abismo que me separaba de lo olvidado…, entonces apareció ante mí una imagen que me había dejado pasar al retroceder en mi vida con mis pensamientos:
Schemajah Hillel pasaba sus manos sobre mis ojos, exactamente igual que antes en mi habitación.
Con ello se había borrado todo. Incluso el deseo de seguir investigando.
Sólo una cosa había ganado para siempre: el conocimiento de que la sucesión de acontecimientos en la vida son un callejón sin salida, por muy ancho y fácil de caminar que parezca. Son las escaleras estrechas y ocultas las que nos llevan a la patria perdida: es lo que está grabado en nuestro cuerpo con letra microscópica, apenas visible, y no la horrible cicatriz que deja la escofina de la vida exterior, lo que nos oculta la solución de los últimos enigmas.
Del mismo modo que podría volver a encontrar los días de mi juventud si tomase la cartilla y siguiera el alfabeto desde el final, es decir, de la Z a la A, para llegar al punto en que empecé a aprender en el colegio, comprendí que así también podría caminar y llegar a esa lejana patria que se encuentra más allá de todo pensamiento.
Un mundo de trabajo se me echaba encima. Me acordé de que también Hércules llevó durante mucho tiempo la cúpula del cielo sobre su cabeza: un significado oculto se desprendía de esta leyenda. Así como Hércules se libró de ello por un engaño al pedirle al gigante Atlas: «Deja que me ponga unos pañuelos atados para que este horrible peso no me aplaste la cabeza», se me ocurrió que, quizás, podría haber un oscuro camino para librarme de este escollo.
Un terrible recelo de seguir confiando ciegamente en que me guiaran los pensamientos me sobrevino de repente. Me tumbé por completo y me tapé con los dedos los ojos y los oídos para que los sentidos no me distrajeran. Para matar cualquier pensamiento.
Pero mi voluntad se deshizo en pedazos ante la misma ley de antes: sólo podía alejar un pensamiento con otro distinto y en cuanto uno moría ya se cebaba el siguiente en su carne. Huí por la rápida corriente de mi sangre, pero los pensamientos me seguían pisando los talones; sólo por un momento me escondí en la herrería de mi corazón, pero en seguida me encontraron.
De nuevo vino en mi ayuda la amable voz de Hillel que dijo: -¡Sigue en tu camino y no vaciles! La llave del arte del olvido pertenece a nuestros hermanos que caminan por el sendero de la muerte, pero tú estás preñado del espíritu de la… vida.
Apareció ante mí el libro Ibbur y dos letras brillaron: una que representaba la mujer de metal con el pulso fuerte como un terremoto; la otra, en interminable lejanía: el hermnafrodita en el trono de nácar con la corona de madera roja sobre la cabeza.
Schemajah Hillel pasó por tercera vez sus manos sobre mis ojos, y me dormí.

Fragmento de "El Golem" de Gustav Meyrink

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