lunes, 18 de agosto de 2014

¿Cuál era el motivo de esa excursión en mitad de la nada? La nada también es un lugar.

¿Cuál era el motivo de esa excursión en mitad de la nada?
La nada también es un lugar. Apenas pasamos la cresta aparecimos en un pequeño campo de cultivo situado en medio de un claro, con ropa puesta a secar en los arbustos, huertos parcelados, un rudimentario sistema de regadío con cañas de bambú, un cementerio. Oí el rumor de una catarata. Hae-Joo me condujo por una angosta hendidura hasta un patio cercado de edificios decorados como jamás había visto. Una explosión muy reciente había abierto boquetes en el enlosado, hecho trizas las maderas y derrumbado una techumbre de tejas. Una pagoda se había venido abajo víctima de un tifón y había caído encima de su gemela. Ésta todavía se mantenía en pie, sujeta más por la hiedra que por los clavos.
Hae-Joo me contó que, antes de que la Corpocracia prohibiese las religiones pre-consumistas, aquel lugar había sido durante quince siglos una abadía. Ahora servía de refugio a una colonia de purasangres desposeídos que preferían sobrevivir a duras penas en las montañas que pudrirse en los infraguetos.

Vamos, que la Unión escondió a su interlocutora, a su... «Mesías», en una colonia de recidivistas...
«Mesías». Qué título tan grandilocuente para una sirviente de un Papa Song's.
Oí un ruido a nuestra espalda: una campesina apergaminada y abrasada por el sol llegó renqueando, ayudada por un niño encefalopléjico; un mudo que sonrió con timidez a Hae-Joo. La mujer abrazó a Hae-Joo con el mismo cariño, imagino, que una madre. Fui presentada a la Abadesa como «señorita Yoo». Tenía un ojo blanco como la leche; el otro luminoso y vigilante; juntos, te daban la impresión de estar bajo la mirada de dos personas diferentes. Me estrechó las manos entre las suyas; el gesto me conquistó. Tenía el rostro tan castigado como el de los ancianos de la época de Cavendish.
—Sé bienvenida —me dijo—, de todo corazón.
Hae-Joo preguntó por la bomba.
La Abadesa respondió que los aerozelotas estaban enseñando los dientes; la semana anterior había aparecido un chinook y había soltado una bomba sin previo aviso; el resultado: muchos heridos graves y un muerto. Una acción premeditada, pensaba ella; o un piloto aburrido; o quizá un constructor que, convencido del potencial de la zona como centro de salud para ejecutivos, quisiera desalojarlos.
—¿Quién sabe? —dijo, suspirando.
Mi compañero prometió que procuraría enterarse.

¿Quiénes eran esos ocupas exactamente? ¿Infrahombres? ¿Terroristas? ¿Miembros de la Unión?
Había de todo. Conocí disidentes uigures; granjeros fugitivos del delta de Ho Chi Minh; conurbanitas otrora respetables que habían tenido problemas con las leyes corpocráticas; desviados inútiles; desdolarizados por incapacidad mental. De los setenta y cinco colonos, el más joven tenía nueve semanas de vida; la más anciana, la Abadesa, tenía sesenta y ocho años, aunque si me hubiese dicho trescientos, la habría creído.
Pero... ¿cómo lograban sobrevivir sin franquicias ni galerías? ¿Qué comían? ¿Qué bebían? ¿Y la electricidad? ¿Y el entretenimiento? ¿Cómo podía funcionar una microsociedad sin represores ni jerarquías?
La comida la sacaban del bosque y de la huerta; el agua, de la catarata. Hurgando en los vertederos conseguían plástico y metal para fabricar utensilios. El sony de la «escuela» se alimentaba con una hidroturbina. Los solares nocturnos se recargaban durante las horas de luz. El entretenimiento se lo buscaban ellos solos; los consumidores no pueden vivir sin Publicidad ni sin 3D, pero los seres humanos sí que pueden: lo hicieron durante siglos. ¿Represores? Seguro que no faltaban incidentes, pero los colonos valoraban muchísimo su independencia y estaban decididos a protegerla tanto de los gandules de dentro como de los explotadores de fuera.

¿Y los inviernos en la montaña?
Los superaban exactamente igual que las monjas durante quince siglos antes que ellos: a base de previsión, frugalidad y presencia de ánimo.
La colonia estaba construida encima de una cueva que los bandidos habían ampliado durante la anexión japonesa. Los túneles servían de refugio contra los rigores del invierno y los aeros de la Unanimidad.
No era ni mucho menos una Utopía bucólica. Sí, los inviernos son duros; la estación lluviosa se hace interminable; las plagas arruinan las cosechas; las alimañas pueden entrar en las cuevas y pocos colonos logran vivir tanto como los consumidores de alto estrato. Sí, los colonos riñen y sufren como todo el mundo. Pero forman parte de una comunidad. En Nea So Copros no existen comunidades; sólo existe el Estado.

Fragmento de "El Atlas de las Nubes" de David Mitchell

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