martes, 5 de agosto de 2014

...sabíamos que siempre renaceríamos en el Valle, por eso la muerte tampoco nos asustaba tanto.

Los vallesinos nomás teníamos un dios que era una diosa y se llamaba Sonmi. Los salvajes de isla Grande normalmente tenían más divinidades de las que caben ensartadas en una lanza. Abajo en Hilo, si les daba por ahí, rezaban a Sonmi, pero también tenían otros dioses: dioses para los tiburones, para los volcanes, para el maíz, para los estornudos, para las verrugas peludas... Bah, para cualquier cosa que te se ocurra, los Hilo cogían y se inventaban un dios. Luego estaban los kona, que tenían una tribu entera de dioses de la guerra y de los caballos y demás. Pero para los vallesinos las divinidades salvajes no valían nada, la única diosa verdadera era Sonmi.
Nuestra diosa vivía entre nosotros, protegiendo los Nueve Valles Recónditos. Las más de las veces no se la veía, otras se aparecía como una vieja con garrota, aunque alguna que otra vez también la vi como una niña deslumbrante. Sonmi ayudaba a los enfermos, te enderezaba la mala suerte, y cuando moría un paisano del Valle, si había sido honrado y civilizado, recogía su alma y la remetía en algún útero de los Valles. Unas veces recordábamos nuestras vidas anteriores, otras no, unas veces Sonmi le decía en sueños a la Abadesa quién era quién, otras no... pero sabíamos que siempre renaceríamos en el Valle, por eso la muerte tampoco nos asustaba tanto.
Siempre, claro está, que el Viejo Georgie no te rapiñase el alma. Porque, verás, si hacías el salvaje y el egoísta y despreciabas la civilización, o si Georgie te tentaba y caías en la barbarie y todo eso, entonces el alma te se ponía chuñusca y pesadota como una piedra. Y Sonmi ya no conseguía remeterte en ningún útero. A esos egoístas y retorcidos se los llamaba «empedrados», y no había peor destino para un vallesino.
Ahora que ya se ha apagado la llama de la civilización, ¿le importa a alguien todo esto? No digo que sí ni que no, yo nomás dejo mi alma en manos de Sonmi y rezo para que la próxima vez me la renazca en un buen sitio, en vista de que en esta vida ya me ha salvado el alma. Poquito a poco, si la chimenea no te amodorra y no te me quedas frito, yo te cuento cómo.

Fragmento de "El Atlas de las Nubes" de David Mitchell

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