martes, 5 de agosto de 2014

No es una historia muy alegre que digamos, te lo aviso, pero me has preguntado por mi vida en isla Grande, y éstos son los macuerdos que me se vienen a la memoria.

Los cabreros teníamos fama de llevarnos a todas las mozas. Verás, si a una charamusca le hacía tilín un cabrero, no tenía más que seguir nuestros chiflos hasta donde no había nadie, y allí mismo que nos la empiernábamos, al aire libre, sin que nos mirase nadie salvo las cabras, aunque las cabras nunca se chivaban a la tía Malalengua. Fue así que le planté el primer gurrumino a Jayjo, de la chácara de Pie Cortado, un día de sol, al pie de un limonero. El primero que yo sepa, claro, porque las charamuscas son muy ladinas para todo eso de quién fue el padre y dónde y cuándo. Yo tenía doce años, Jayjo tenía las carnes prietas y hambrientas y se reía sin parar, éramos dos tórtolos cabecigüecos, sí señor, igualito que vosotros dos. Cuando Jayjo se embarrigó toda reventona, dijimos de casarnos, hasta se iba a venir a vivir a la chácara de los Bailey, que teníamos un chorro de cuartos vacíos, ya sabes, pero rompió aguas a destiempo y Banjo me vino a avisar y me bajé lechicagando a la chácara de Pie Cortado, donde estaba el parto. Fue llegar y ver salir al gurrumino.
No es una historia muy alegre que digamos, te lo aviso, pero me has preguntado por mi vida en isla Grande, y éstos son los macuerdos que me se vienen a la memoria. El gurrumino nació sin boca, sí señor, y sin bujeros en la nariz, o sea que no podía respirar, y cuando la madre de Jayjo le cortó el cordón, el pobre diablo se asfixió. No llegó a abrir los ojos, sintió nomás el calor de las manos de su padre en la espalda, cogió un color muy feo, paró de patalear y murió.
Jayjo estaba toda peguntosa y blanca como la cera y parecía que también se iba a morir. Las mujeres me dijeron que me largara para dejarle hueco a la hierbera.
Me llevé al gurrumino muerto a playa Hueso, arrebujado en un saco de lana. Estaba muy tristoño, nomás hacía que preguntarme si la semilla de Jayjo estaría pocha, o si era la mía, o si lo que estaba pocha era mi suerte. Lucía un sol flojucho bajo las matas de pasionarias, las olas se arrastraban hacia la orilla como vacas morigundas y se derrumbaban en la arena. No tardé tanto en cavar la tumba del gurrumino como la de Padre. Playa Hueso olía a algas y a carne podrida, había huesos desparramados entre los guijarros, no era un lugar para pasar el rato, a menos que habieses nacido mosca o cuervo.
Jayjo no se murió, qué va, pero jamás volvió a reírse como antes y ya no nos casamos, no señor, hay que estar seguro de que de tus semillas va a nacer un finasangre o algo parecido, ¿verdad? Porque si no, a ver, ¿quién va a rasparte el musgo del tejado y a untarte de aceite el icono contra las termitas cuando no estés más? Luego, cuando me la encontraba por la calle o en el mercado, me decía: Vaya día de lluvia, ¿eh?, y yo le respondía: Sí señor, seguro que no escampa hasta la noche, y pasábamos de largo. A los tres años se casó con un curtidor del valle de Kane, pero no fui a la boda.
Era niño. Nuestro gurrumino que murió sin nombre era niño.

Fragmento de "El Atlas de las Nubes" de David Mitchell

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