viernes, 25 de julio de 2014

Ese lugar se convirtió en mi amenazador punto sensible de Emmi, prolongado para toda la eternidad.

Un día después
Asunto: Punto de contacto

Querida Emmi:

Qué bien verte de esa manera tan seductora. Por lo visto, el aire croata de mar y de cripta le sienta muy bien a tu vena sensible.
1) ¿Por qué le conté de ti a Pam, es decir, a Pamela? Tuve que hacerlo. Llegó un punto en que no hubo más remedio. ¡Era TU punto, Emmi! El que una vez describí y definí en los siguientes términos: «En la palma de mi mano izquierda, más o menos en el centro, donde la línea de la vida, surcada por gruesas arrugas, dobla hacia la arteria». Ahí me rozaste sin querer en nuestra segunda cita. Ese lugar se convirtió en mi amenazador punto sensible de Emmi, prolongado para toda la eternidad.
Meses más tarde, en nuestra famosa cita de cinco minutos, la noche antes de la llegada de Pamela, me dejaste tu «recuerdo», tu «regalo». ¿Eras consciente de la trascendencia de ese gesto? ¿Te imaginabas lo que provocarías con él? «¡Chsss!», susurraste. «¡No digas nada, Leo! ¡Nada de nada!» Me cogiste la mano izquierda, te la llevaste a la boca y besaste nuestro punto de contacto. Con el pulgar lo acariciaste de nuevo. Tus palabras de despedida fueron: «¡Adiós, Leo! Buena suerte. No me olvides». Y se cerró la puerta. Cientos de veces rememoré esa escena, miles de veces volví a sentir tu beso en el punto. Puesto que describir estados de excitación sexual no es precisamente mi fuerte, prefiero omitir lo que me pasaba en esos momentos.
En todo caso, ya no me fue posible tener relaciones con Pamela sin recordarte y sentirte al notar tu punto, Emmi. Eso echaba por tierra la teoría del engaño que yo había anunciado a los cuatro vientos. ¿Te acuerdas de lo que te escribí? «Lo que siento por ti no afecta en nada lo que siento por ella. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. No compiten.» ¡Qué tontería! Una idea insostenible. Superada por la realidad. Rebatida por un punto diminuto. Durante largo tiempo no quise admitir que mi mano izquierda rehuía cada vez más el cuerpo de Pamela, no quería ver la actitud defensiva que adoptaba, hasta qué punto procuraba guardar su secreto, ocultarlo en el puño.
Finalmente, Pamela debió de notarlo. Aquella noche cogió con decisión mi reticente mano izquierda, intentó por todos los medios abrir mi puño, lo tomó como un juego, reía a carcajadas, aumentó la presión, se arrodilló sobre mi antebrazo. Al principio me opuse con fuerza, pero acabé reconociendo mi impotencia. No podría seguir escondiendo debajo de cinco dedos toda nuestra gran verdad. Solté de golpe la mano que Pamela me tenía agarrada, la abrí, se la puse delante de la cara y dije irritado (me sentía mal, indefenso, humillado, enfadado, convicto y confeso): «¡Aquí la tienes! ¿Ya estás contenta?». Ella se quedó atónita, me preguntó qué me pasaba, si había dicho o hecho algo malo. Me limité a disculparme. Pamela no tenía idea de por qué lo hacía. Luego no tuve más remedio que contarle de ti.
En realidad, al principio sólo quería pronunciar tu nombre y ver qué me pasaba. Aproveché la pequeña saga de la indómita séptima ola para mencionar que hacía poco me la había vuelto a contar «Emmi, una conocida mía». Pamela aguzó el oído de inmediato y preguntó: «¿Emmi? ¿Quién es? ¿De dónde la conoces?». Entonces se abrió una esclusa y hablé a borbotones una hora larga hasta revelarlo todo acerca de nosotros. Fue un claro ejemplo de una de aquellas séptimas olas que se elevan, forman espuma y se derrumban, tal como tú las describiste. Una ola que estalló para provocar un cambio, para transformar el panorama, de modo que después nada volvió a ser como antes.
¡Feliz mañana en el mar!
Leo

Extracto de "Cada siete olas" de Daniel Glattauer

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