lunes, 28 de julio de 2014

Zedelghem está en ebullición. Las cañerías gruñen como tías ancianas. He estado pensando en mi abuelo, cuya genialidad la generación de mi padre eludió por completo. Un día me enseñó un aguafuerte de un templo siamés. No recuerdo cómo se llamaba, pero desde que cierto discípulo de Buda rezase allí hace siglos, todos los caudillos, tiranos y monarcas del reino lo habían aderezado con torres de marfil, arboretos olorosos, cúpulas doradas, habían mandado pintar murales en los techos abovedados y engastar esmeraldas en los ojos de las estatuillas. El día en que el templo sea igual a su equivalente en la Tierra de los Puros, dice la historia, ese día la humanidad habrá cumplido su objetivo y el Tiempo tocará a su fin. Se me ocurre que, para personas como Ayrs, ese templo es la civilización. Las masas, los esclavos, los campesinos y los soldados de a pie habitan en las grietas de sus losas, ignorantes hasta de su ignorancia. No sucede lo mismo con los grandes estadistas, científicos, artistas y, sobre todo, con los compositores de la época, de cualquier época, que somos los arquitectos de la civilización, sus albañiles y sacerdotes. Para Ayrs nuestra función es hacer más resplandeciente la civilización. Su mayor, o tal vez su único, deseo, es erigir un minarete que los herederos del progreso puedan señalar dentro de mil años y decir: «¡Mira, ése es Vyvyan!». Qué vulgar es esa ansia de inmortalidad, qué vana, que falsa. Los compositores somos simples escritorzuelos de pinturas rupestres. Escribimos música por la sencilla razón de que el invierno es eterno y porque si no, los lobos y las tormentas de hielo se nos tirarían a la yugular aún más rápido.

Zedelghem está en ebullición. Las cañerías gruñen como tías ancianas. He estado pensando en mi abuelo, cuya genialidad la generación de mi padre eludió por completo. Un día me enseñó un aguafuerte de un templo siamés. No recuerdo cómo se llamaba, pero desde que cierto discípulo de Buda rezase allí hace siglos, todos los caudillos, tiranos y monarcas del reino lo habían aderezado con torres de marfil, arboretos olorosos, cúpulas doradas, habían mandado pintar murales en los techos abovedados y engastar esmeraldas en los ojos de las estatuillas. El día en que el templo sea igual a su equivalente en la Tierra de los Puros, dice la historia, ese día la humanidad habrá cumplido su objetivo y el Tiempo tocará a su fin.
Se me ocurre que, para personas como Ayrs, ese templo es la civilización. Las masas, los esclavos, los campesinos y los soldados de a pie habitan en las grietas de sus losas, ignorantes hasta de su ignorancia. No sucede lo mismo con los grandes estadistas, científicos, artistas y, sobre todo, con los compositores de la época, de cualquier época, que somos los arquitectos de la civilización, sus albañiles y sacerdotes. Para Ayrs nuestra función es hacer más resplandeciente la civilización. Su mayor, o tal vez su único, deseo, es erigir un minarete que los herederos del progreso puedan señalar dentro de mil años y decir: «¡Mira, ése es Vyvyan!».
Qué vulgar es esa ansia de inmortalidad, qué vana, que falsa. Los compositores somos simples escritorzuelos de pinturas rupestres. Escribimos música por la sencilla razón de que el invierno es eterno y porque si no, los lobos y las tormentas de hielo se nos tirarían a la yugular aún más rápido.

Fragmento de "El Atlas de las Nubes" de David Mitchell

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