lunes, 28 de julio de 2014

La fe es el club menos exclusivo de la tierra, pero tiene el portero más espabilado.

Aún tenía dos horas que matar. Me tomé una cerveza fría en un café y otra y otra, y me fumé una cajetilla entera de deliciosos cigarrillos franceses. El dinero de Jansch no es el tesoro del dragón, pero lo parece. Luego encontré una iglesia en una callejuela (evité los lugares turísticos para evitar a libreros enfadados) llena de velas, sombras, mártires compungidos, incienso. No entraba en una iglesia desde la mañana en que Páter me echó de la suya. La puerta de la calle no dejaba de batir. Llegaban viejas, encendían una vela, se iban. El candado del cepillo era de los buenos. La gente rezaba de rodillas, algunos movían los labios. Los envidio, de verdad te lo digo. Y también envidio a Dios, que conoce todos los secretos de esa gente. La fe es el club menos exclusivo de la tierra, pero tiene el portero más espabilado. Siempre que intento entrar por sus puertas abiertas de par en par, al instante vuelvo a encontrarme de patitas en la calle. Hice lo posible por evocar pensamientos beatíficos, pero mi mente se empeñaba en acariciar a Jocasta. Hasta los santos y los mártires de las vidrieras me excitaban un poco. Me imagino que con esta clase de pensamientos no me estoy ganando el cielo precisamente. Al final, lo que me ahuyentó fue un motete de Bach: el coro no era terriblemente malo, pero al organista lo único que podría salvarlo sería un tiro en la sien. Y así se lo dije: el tacto y la compostura están muy bien para la charla insustancial, pero cuando se trata de música no hay que andarse por las ramas.

Fragmento de "El alma del hombre bajo es socialismo" de Oscar Wilde

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