martes, 22 de julio de 2014

¡Qué extraña naturaleza la del saber! Se aferra a la mente, de la cual ha tomado posesión, como el liquen a la roca

Las palabras me indujeron a reflexionar sobre mí mismo. Aprendí que las virtudes más apreciadas por mis semejantes eran el rancio abolengo acompañado de riquezas. El hombre que poseía sólo una de estas cualidades podía ser respetado; pero si carecía de ambas se le consideraba, salvo raras excepciones, como a un vagabundo, un esclavo destinado a malgastar sus fuerzas en provecho de los pocos elegidos. ¿Y qué era yo? Ignoraba todo respecto de mi creación y creador, pero sabía que no poseía ni dinero ni amigos ni propiedad alguna; y, por el contrario, estaba dotado de una figura horriblemente deformada y repulsiva; ni siquiera mi naturaleza era como la de los otros hombres. Era más ágil, y podía subsistir a base de una dieta más tosca; soportaba mejor el frío y el calor; mi estatura era muy superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, ni veía ni oía hablar de nadie que se pareciese a mí. ¿Era, pues, yo verdaderamente un monstruo, una mancha sobre la Tierra, de la que todos huían y a la que todos rechazaban?

No puedo describir la angustia que estos pensamientos me causaban. Intentaba desecharlos, pero la tristeza me aumentaba a medida que me iba instruyendo. ¡Por qué no me habría quedado en mi bosque, donde ni conocía ni experimentaba otras sensaciones que las del hambre, la sed y el calor!

¡Qué extraña naturaleza la del saber! Se aferra a la mente, de la cual ha tomado posesión, como el liquen a la roca. A veces deseaba desterrar de mí todo pensamiento, todo afecto; pero aprendí que sólo había una manera de imponerse al dolor y ésa era la muerte, estado que me asustaba aunque aún no lo entendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y me gustaban los modales dulces y amables de mis vecinos; pero no me era permitida la convivencia con ellos, salvo sirviéndome de la astucia, permaneciendo desconocido y oculto, lo cual, más que satisfacerme, aumentaba mi deseo de convertirme en uno más entre mis semejantes. Las tiernas palabras de Agatha y las sonrisas animadas de la gentil árabe no me estaban destinadas. Los apacibles consejos del anciano y la alegre conversación del buen Félix tampoco me estaban destinados. Desgraciado e infeliz engendro."

Fragmento de "Frankenstein o el moderno Prometeo" de Mary Shelley

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