domingo, 27 de julio de 2014

La paz es como el cristal: si se golpea repetidamente, termina mostrando su fragilidad.

(...) Desde tiempo inmemorial, la casta sacerdotal de los moriori dictaba que quienquiera que derramase sangre humana aniquilaría su propio mana, esto es, su honor, su valía, su posición social y su alma. Ningún moriori jamás daría cobijo, alimento, conversación, ni tan siquiera una ojeada a la persona non grata. Si el homicida condenado al ostracismo lograba sobrevivir al primer invierno, la desesperación que le provocaba la soledad por lo general lo empujaba a un precipicio del cabo Young, donde se quitaba la vida.

Imagínense, nos instó el señor D'Arnoq. Dos mil salvajes (según la estimación más verosímil del señor Evans) que consagran el no matarás de palabra y obra y que conciben una carta magna oral para crear una armonía desconocida en cualquier otro lugar en los sesenta siglos transcurridos desde que Adán probó el fruto del Árbol del Bien y del Mal. La guerra era un concepto tan ajeno a los moriori como el telescopio a los pigmeos. La paz, no un hiato entre dos guerras, sino milenios de paz imperecedera, ha gobernado estas islas remotas. ¿Quién puede negar que la antigua Rïhoku fue más similar a la Utopía de Tomás Moro que nuestros Estados de Progreso gobernados por reyezuelos sedientos de guerra en Versalles y Viena, en Washington y Westminster? (...)

(...) La paz es como el cristal: si se golpea repetidamente, termina mostrando su fragilidad.(...)

Fragmento de "El Atlas de las Nubes" de David Mitchell

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